Solo el ojo del amo engorda al camello. Eso le ladré a Mi Amigo; cuando salgo de visita a mi otra casa, él insiste en que debo de estar vigilado, nada de confiarse, ni me dejen vagar, porque soy lo que soy.
Quien canta sus penas espanta. Bien temprano alisté la pechera, la correa, el agua, el uberbolso y en un brinco subí a la caja con ruedas -o carro como dicen los humanos-, y en manada nos fuimos al concierperrazo en el Paseo Colón.
Entre tacones y lunares. Así la pasé este sábado en el Paseo de los Estudiantes -o como le dicen ahora, el Barrio Chino-, en una cuestión de comida española, que olía como un arcoíris.
Cuando desperté, ya había pasado el temblor. Algo sentí, pero pensé que soñaba, porque el día anterior me subí a una mesita del parque, y como no podía bajarme, se me ocurrió brincar y caí despatarrado.
Dormí como un ladrillo, pero desperté temprano -aunque fuera domingo-, porque tenía una ganas perras de ir a la Feria, algo así como una convención de mascotas, como dicen los humanos.
Preguntamos por Rocco. Ya “descansó”, dijo el señor que lo sacaba a caminar. Solía andar muy despacio, arrastrando las huellas. Tenía 16 años, una edad avanzada para un Beagle.
Lo vi desde arriba. Clavé con firmeza mis patas en esas gradas que se mueven solas, y uno siente que se va de cabeza. Bajé; me acerqué, parecía de verdad; lo olí, le di una vuelta, como no se movió, lo oriné.
Estaba en un bosque de bambúes, y de pronto, un viejo con barba, vestido con una túnica roja y un saco amarillo a la espalda intentó agarrarme de una pata.
Con estos vientos y fríos paso debajo de las cobijas. Aprovecho el día para masticar algunas ideas; veo la tele y -cuando escucho a los sapiens- reafirmo la inteligencia de los caninos.
El Año Nuevo Chino dos mil veintiseis iniciará el diecisiete de febrero, según calendario lunar tradicional utilizado en diversas culturas asiáticas milenarias.