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Mascotas: Te esperaré más allá del arcoiris

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Imagen por Le cimetière des animaux à Beaumont-sur-Lèze. Radio France – Marius Delaunay

Argos, de la Casa de Ulises

Preguntamos por Rocco. Ya “descansó”, dijo el señor que lo sacaba a caminar. Solía andar muy despacio, arrastrando las huellas. Tenía 16 años, una edad avanzada para un Beagle.

Uno joven ni siquiera se imagina que un día, El Gran Perro, lo llamará a cuentas; conocerá la Verdad, si hay algo más allá, o todo son cuentos de cachorros.

Los caninos vivimos menos años que los humanos, entiendo que las razas pequeñas resisten más que las grandes; por dicha, a los Schnauzer, los males de la vejez nos caen tarde, pero de un solo tiro.

Morir es olvidar. Dice Mi Amigo que él siempre recuerda a todos los integrantes de su manada, quienes viven en la Otra Orilla, donde el zacate está recortado, los huesos nunca se acaban, el agua es fresca y no hay correas.

Ciertas investigaciones confirman que -para la mayoría de los sapiens- la pérdida de su can es casi comparable -si no más- a la de un ser querido.

Los humanos esconden su dolor, ante la desaparición final de un amigo peludo, porque todavía no hay cultura para realizar ceremonias fúnebres, nadie paga una esquela en la televisión, no hay servicios religiosos ni ritos especiales.

El “Cementerio de Perros” -en Asnières-sur-Seine, Francia- es el más antiguo de Europa, data de 1899. Aquí hay tumbas decoradas con juguetes, mausoleos de piedra; ahí están sepultadas celebridades como Rin Tin Tin.

Pocos se equiparan a uno que hay en Nueva Jersey, iniciado en 1918, por Doris Duke; una multimillonaria gringa que amaba a los animales, y donó parte de sus gigantescos jardines, para el eterno descanso de sus mascotas.

Ahí yacen, entre la quietud de flores, arbustos, lagos y ríos los seres que ella más amaba: perros, gatos, aves, camellos, caballos; muchos venían de las calles, tenían nombres misteriosos, pero fueron acogidos por Doris.

El vínculo entre humanos y caninos es tan intenso, que a veces sucede lo que llaman “equivocarse de nombre”; tenemos memorizado el dato en la misma categoría que la del afecto humano, y confundimos el nombre del perro y el sapiens.

Además del rompimiento emocional que sufre la persona, cuando damos el último aullido; hay una ruptura en las situaciones más cotidianas, como la rutina de salir a pasear, la comida, jugar, dormir, el baño o la odiosa peluquería.

Cuentan de gente que -después de habernos marchado- todavía escucha el movimiento, la respiración, el ladrido y siente la cabecita peluda que se frota contra sus piernas, al llegar a la casa.

En el budismo, el islam, el judaísmo, y ni que decir todos los filósofos antiguos, consideran que nosotros tenemos alma, y un día estaremos juntos.

Reitero la frase que Mi Amigo me repite con insistencia; es de un escritor norteamericano, Mark Twain, seudónimo de Samuel Clemens: “Si al cielo se entra por méritos, los perros irán de primero.”

Cualquiera de los dos que parta antes, estará ahí esperando al otro: “Por que no hay lugar, como el hogar”.




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