¡Vago! ¡Inútil! ¡Inservible! La mujer no escatimó improperios contra aquel infeliz. La cabaña estaba llena de humo, la tortas quemadas y el visitante distraído, como si estuviera en otro mundo.
La cólera es mala consejera. Envainó la espada, todavía húmeda con la sangre de su halcón favorito; recogió con suavidad el cadáver del ave, montó en su caballo y bajó la colina, afligido, el emperador del Mundo, Gengis Khan.
“No hay deber más necesario, que el de dar las gracias.” Lo dijo Marco Tulio Cicerón (106 a.C.-43 a.C), el Príncipe de los Oradores, como solían llamar -en los últimos años de la República romana- al Padre de la Patria.
Nunca digas adiós. Joven, migrante, pobre, sin hijos y viuda. Una situación difícil para una mujer, allá por el año 1,200 a.C. Rut, era una moabita; se casó con Mahlon, hijo de Noemí; su esposo, Elimelec, y el otro retoño, Quelión, murieron.
El árbol era un cedro. En su base medía dos metros de ancho; se erguía por casi siete más, hasta romper el aire con sus ramas. Salomón habría deseado varios así, para las columnas del Templo de Jerusalén.
Sepultó a su joven hijo. Colgó las alas, y nunca más volvió a volar. Dédalo es la humildad del sabio; Ícaro, la arrogancia del ignorante. Padre e hijo protagonizaron uno de los más hermosos mitos griegos, por la profundidad de su mensaje.
Cierto día salió a cumplir un encargo de su padrastro. Hércules era joven y de rostro delicado; a cada paso pensaba en quienes vivían en la molicie y el gozo; mientras él llevaba una vida de trabajo y dolor.
Cuando abrió los ojos creyó que estaba muerto. Una mujer estaba inclinada a su lado; le vendó la pierna destrozada por una granada y le dio un jarabe, para calmar el dolor. Lo sacaron de la batalla en un desvencijado carromato.
Era un león muy fiero. Como imaginamos que son. Androcles, un esclavo, bueno y humilde como una oveja. Los dos llevaban vidas separadas, hasta que la maldad humana los juntó, para que solo uno matara al otro, y sobreviviera.
¡Un caballo!, ¡Un caballo! ¡Mi reino por un caballo! Gritaba con desesperación aquel pobre hombre; pero ni tan miserable, porque era el mismísimo Ricardo III, rey de Inglaterra.