Sin mi permiso, nadie entra a mi casa. Reconozco que soy un posesivo incurable; me eriza los pelos hallar a un extraño en mi espacio y le ladro, para advertirle que se vaya, o se atendrá a las consecuencias.
Antes de que el sol despunte Mi Amigo despierta. Yo, abro el hocico, saco la lengua, bostezo y estiro mis patitas. Retomo el sueño; aún no es hora de levantarme, ni comer, ni salir a callejear. Me echo otra "cabeceadita".
Para aprovechar el largo fin de semana salí de viaje. Apenas oigo decir ¡Vamos!, rompo la marca mundial de 100 metros planos, y en menos de 9 segundos y 58 centésimas estoy en la puerta, jadeando.
Mientras masticaba un huesote, reflexioné sobre la manera en que nos llevamos con los sapiens, y como -en este siglo 21- estamos dejando de ser mascotas, para convertirnos en miembros de la familia humana.
Apenas entré a la tienda lo vi, sentado junto a una taza de comida; me pareció de verdad. Así que lo encaré, olisquié y ladré. Era un basset hound -o hush puppies- pero sintético; con razón no respondió. Y del rabión, levanté la pata y lo oriné.
En la última romería -en el 2019- a la Basílica de Los Ángeles, quedaron abandonados en la calle 41 perros, una cifra levemente inferior a los 51 que fueron rescatados en el año 2018.
Cuando paseo por el “mall” y veo en los cines los anuncios de películas con protagonistas no humanos quedó con la lengua afuera. A nosotros nos gustan las de perros.
Soy un pata’e perro porque me gusta mucho andar en la vecindad; apenas capto la vibración del motor del carro que viene a llevarme de paseo -a 500 metros- mi cola se agita y siento mariposas en la barriga.