Aquella mañana de 1941 la noticia sacudió el corazón de los prisioneros. Escapó, en la noche, un recluso del bloque 14. La sanción era clara: diezmar a los presos. Escoger diez víctimas y condenarlas a morir de hambre y sed.
Noble, generoso y bueno. Cuando existían los caballeros, todos acudían a Jorge; los salteadores de caminos, y ni siquiera las fieras, se atrevían a enfrentarlo.
Entre varios soldados lo condujeron a la boca de una caverna. Lo metieron a empujones, colocaron a la entrada una piedra, y le impusieron los sellos reales, para que nadie pudiera abrirla. Adentro, rugían varios leones hambrientos.
La lealtad debe ser sometida a prueba. En la epopeya hindú Mahabhárata -La gran guerra, que data del siglo III a.C.- se narra la historia del rey Yudisthira y como renunció al cielo, porque no lo dejaban entrar con su perro.
Todos los días llegaban a su casa tres o cuatro cartas; aún se conservan unas 50 mil, otras fueron quemadas por su amigos, por miedo a las persecuciones franquistas, durante la Guerra Civil en España y todavía después.
“¡Qué lástima que no sea hombre!”, dijo su padre cuando la vio intelectualmente capaz, pero estancada por ser mujer.
Eso contó , en su libro “Mi historia”, la sufragista británica Emmeline Pankhurst (1858-1928) para evidenciar que su sexo era un lastre, y una deficiencia, en la Gran Bretaña de fines del siglo 19.
“Vigilándola mientras regresaba a casa en su carro, la bajaron de él, la arrastraron y se la llevaron a la Iglesia; la desnudaron y la asesinaron. Después la despedazaron y quemaron sus miembros destrozados.”
El mundo es hostil. Un espacio donde lo falso es mejor que el bien, la verdad y la belleza. Para sobrevivir se necesita un oráculo que advierta al profano, sobre los peligros de la existencia diaria.
Estudió derecho; se graduó con honores; venía de una familia acomodada, pero durante 36 años estuvo inhabilitada para ejercer su profesión, por una sinrazón: ser mujer.