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Caballero del Domingo: El prisionero No.16.670

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Imagen tomada de internet


Aquella mañana de 1941 la noticia sacudió el corazón de los prisioneros. Escapó, en la noche, un recluso del bloque 14. La sanción era clara: diezmar a los presos. Escoger diez víctimas y condenarlas a morir de hambre y sed.

Dicen que Alejandro Magno instituyó la macabra practica entre sus tropas; los nazis la pulieron y multiplicaron en los campos de exterminio, para implantar el terror y la disciplina entre los reclusos.

Los dos mil confinados estuvieron de pie desde las dos de la tarde de ese día, hasta las nueve de la noche del siguiente, sin comer ni beber. A esa hora, el comandante Fristsh, con frialdad alemana, escogió a las víctimas.

Uno de los escogidos, el sargento polaco Francisco Gajownizsek, gritaba: “Díganle adiós a mi esposa, a mis tres hijos, nunca más los volveré a ver”. Entre los sobrevivientes alguien salió de la fila, parecía un cadáver con un traje a rayas.

“¿Qué quiere ese perro polaco?” -vociferó Fristsh-. “Señor comandante, le pido permiso para ocupar el puesto del condenado”, dijo Maximiliano Kolbe, un franciscano conventual, cazado por la Gestapo en Cracovia.

“Ya estoy viejo y enfermo, no sirvo para trabajar. Soy un sacerdote católico”. Al nazi le dio igual; para los SS un cura era una basura humana, inferior a un judío.

El padre Kolbe -como lo conocían en Auschwitz- nació en Polonia, a finales del siglo 19; cuando Alemania invadió a su país -en 1939-, tuvo la oportunidad de escapar, porque su progenitor era germano, pero no lo hizo.

De niño, tuvo un sueño, la Virgen María le habló y le ofreció escoger entre dos rosas: una roja y otra blanca. Y él, tomó las dos: el martirio y la pureza.

En Polonia ayudó a muchos judíos a escapar de las persecuciones, fundó una revista, y la Gestapo lo acusó de “intelectual” peligroso y lo enviaron a Auschwitz; ahí le tatuaron en el brazo el No. 16.670.

Humillaciones, golpes, insultos, mordiscos de los perros, chorros de agua helada cuando estaba con fiebre, sed, hambre, llevar prisioneros a los hornos de cremación y limpiar las cenizas, era la rutina de Kolbe en aquel infierno.

La agonía duró 15 días. A la tercera semana, solo había cuatro agonizantes. Kolbe, pese a padecer de neumonía seguía vivo, y daba consuelo a los desgraciados.

Un nuevo embarque de prisioneros saturó el campo y el comandante debió de vaciar la celda, así que pidió a un guardián inyectar con ácido fénico a los reclusos, para deshacerse de aquellos residuos humanos.

El último en morir fue el padre Kolbe. Ni el instinto de conservación, ni las degradantes condiciones del lugar, ni el horror de la vida y de la muerte, impidieron que demostrara su solidaridad humana, y de servicio incondicional al prójimo.

Muchos años después, en la ceremonia de santificación de Kolbe, en la Ciudad del Vaticano, un anciano -cuya esposa y tres hijos murieron en la guerra- dio las gracias al hombre quien murió, para que él viviera.



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