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jueves, noviembre 21, 2024
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Rumbo a lo desconocido

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Argos, de la Casa de Ulises

Para aprovechar el largo fin de semana salí de viaje. Apenas oigo decir ¡Vamos!, rompo la marca mundial de 100 metros planos, y en menos de 9 segundos y 58 centésimas estoy en la puerta, jadeando.

Salimos muy temprano. Paré la oreja y escuché que íbamos a un lugar adonde mis cuatro patas nunca me habían llevado.

Primero tomé media pastilla para evitar los mareos, porque iba estar casi seis horas metido en el carro, si bien tenía todas las comodidades: cobija, agua, golosinas y el campo del copiloto, para olisquear por la ventanilla.

De camino paramos cerca de eso que los humanos llaman el mar, y a mí me da mucho susto, porque es un gigantesco charco de agua salada, que se mueve y tira al final una larga baba blanca.

Estiré las patas, dejé mi marca húmeda en varios sitios, a la altura suficiente para que otros paisanos supieran que yo, Argos de la Casa de Ulises, estuve ahí; comí poquito, estoy acostumbrado a desayunar con Mi Amigo.

Él me da bocaditos con la mano, sobre todo tortilla. Me encantan las de queso, aunque las corrientes no me disgustan, pero esas otras me dejan con el hocico abierto apenas las veo, las olfateo y engullo cada pedacito y me relamo.

Llegamos al atardecer. El lugar me impresionó, árboles, vegetación seca y calles anchas, y creo que era en una montaña, porque escuché sonidos nuevos y extraños; olores y hasta el zacate era diferente, como esponjoso y me hundía.

Los humanos se acomodaron; yo escogí un sillón y ahí me despatarré porque estaba rendido por el largo viaje, después me pasé a dormir a la cama y en la noche salí a reconocer el sitio, para marcar mi territorio temporal y advertir a los intrusos.

Nunca había visto tantos puntitos de luz en el cielo, parpadeaban y estaban muy, muy arriba; si me hubieran ladrado antes, habría traído unos aparatos que usa Mi Amigo para ver de cerca.

Al amanecer me despertó un chillido novedoso: “hooo, hooo”; lo oía muy cerca y ladré, suavecito, para no armar alboroto tan temprano. Levanté la cabeza y los vi.

Quedé con la lengua afuera. En los árboles había varios animales, no eran como yo, más bien parecían humanos, solo que con un rabo largo y se movían muy rápido de una rama a otra. Una sapiens dijo: ¡Son monos!

A pesar del calor salí a caminar -aunque hubiera deseado quedarme a la orilla de la piscina-; subimos y subimos hasta llegar a la cima y desde ahí vi -otra vez- el inmenso pozo de agua azul.

Fue un viaje lleno de novedades, sobre todo el pueblito italiano de Las Catalinas; cada casa tiene una puerta diferente y estuve tentado de levantar mi pata en cada una.

Corrí por la arena; intercambié gruñidos con varios paisanos, perseguí unos bichos con tenazas y coraza.

Pero lo bonito de viajar, es regresar. La casa de un perro, es su castillo.

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