De pronto, el sol salió en forma de balón y un griterío rompió el silencio del amanecer. Estaba bien cobijado en el sofá, viendo con Mi Amigo el partido contra Japón, y me quedé con el hocico abierto.
“Usted no lo va a creer, pero hay escuelas de perros, y les dan educación, pa`que no muerdan los diarios…”. Ese estribillo es pegajoso; es de una pieza del venezolano Ali Primera. Mi Amigo la canta.
La lluvia cesó. Aprovechamos la noche para salir a caminar, y atender el llamado de la naturaleza. En eso que levanté la pata para orinar, y vi unas lucecitas titilantes.
Estoy listo para mi primer mundial. Tengo mi camiseta tricolor, pegamos frente a la computadora el calendario de juegos, y nos organizamos para ver la mayor cantidad de partidos.
Apenas escuché: ¡Viene el diablo!, alcé las orejas, moví de un lado a otro la nariz, gruñí y me pegué bien fuerte a las piernas de Mi Amigo, para protegerme del alboroto de humanos a mi alrededor, sobre todo sus escandalosas crías.
Mi nombre es Argos. Pero ¿Cómo se llamaba el perro más antiguo, del que tenemos memoria? Así le aullé a la oreja de Mi Amigo, mientras caminábamos rumbo a la Feria, para comprar las frutas, verduras y legumbres de la semana.
Sabía mucho, hasta que fui a la escuela. Algo así me dijo Mi Amigo mientras caminábamos hacia la peluquería, la de él; yo voy al “grooming”, pero prefiero andar greñudo y con los faldones llenos de nudos.
Cada perro es un mundo. A uno le ladran historias de humanos que -sin manos- sostienen los pinceles con la boca y pintan obras de arte; o el científico que usaba una computadora para hablar; muchos casos de superación de la adversidad.