Los libros: ¿Sirven para algo? Ocupan mucho espacio, exigen tiempo; encima, son caros, al menos los buenos.
A los 17 años Abraham Lincoln (1809-1865) leía todo lo que caía en sus manos. Era pobre de solemnidad, y carecía de recursos para comprar un libro; de todos modos -allá por el siglo 19, en su natal Kentucky- eran escasos e impagables.
El futuro presidente de Estados Unidos, aprovechaba cualquier rato libre -en alguno de los numerosos empleos que desempeñó- para leer un pasaje, tomar nota en un cuadernillo, y llevar un registro de lo aprendido.
Lo primero que hacía, al regresar del trabajo a su cabaña, iba a un desvencijado armario, partía un pedazo de pan de maíz, tomaba un libro, y estiraba sobre una silla su largo cuerpo, para leer con deleite.
Abe -como le decían sus amigos con cariño- llegaba fulminado. En el día cavaba, araba, podaba, segaba, sembraba maíz, recogía las mazorcas y las desgranaba. Lo hacía descalzo y en medio de penalidades.
Leía de todo. Las fábulas de Esopo, Robinson Crusoe, La Vida de Washington, y obras de derecho, porque quería -y lo hizo- ser abogado, aunque después siguió la carrera política y le costó mucho avanzar en ese terreno.
Una vecino le prestó la biografía de Washington y -durante una tormenta- el estante donde estaba se inundó, y el libro quedó destrozado. Debió ir donde el dueño, reconocer el daño y como no tenía dinero, aceptó pagarlo con trabajo.
Lincoln, entre sus muchas cualidades, destacaba por su honorabilidad y siempre pagaba por sus errores, voluntarios o no. El libro costaba 75 centavos de dólar, por eso laboró tres días seguidos juntando forraje. Así pagó la deuda.
Desde hace tres mil años leemos; probablemente lo hacemos por las mismas razones que tenía Abraham: acceder a información; por ficción y por ayuda personal.
Según sea la necesidad, nos ubicamos en uno u otro motivo. Cuando estudiamos, leemos por obtener datos, información y convertirla en conocimiento. En otra, es por imaginar situaciones y personajes que regocijan nuestra vida.
El mundo es cada día más inseguro. La lectura nos permite enfrentar las amenazas que gravitan sobre nuestra vida, renueva los valores personales y podemos superar el miedo a la existencia.
Estos libros no tienen un valor práctico, en el sentido mercantil del término. Nadie ganará dinero por leer a los clásicos, ni subirá de puesto; pero, le harán la vida más amable.
Como las personas, todos los libros tiene algo bueno. Los hay sencillos, en pasta suave; lujosos, bellamente ilustrados, con lomos finos y títulos en relieve.
El escritor Jorge Luis Borges imaginó -en un cuento- una biblioteca universal, donde estarían todos los libros producidos por la humanidad; tendría forma hexagonal, como las colmenas de las abejas.
Sobre la puerta de la biblioteca de Alejandría había un letrero con estas palabras: “Alimentos para el espíritu”.
Pasaron los siglos y aún los libros siguen siendo la mejor compañía, hablan cuando se lo pedimos y callan cuando queremos.
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