Nada es nuestro, todo lo que creemos poseer es prestado. Los bienes materiales, las personas que amamos y hasta nosotros mismos no nos pertenecemos, solo somos eternos viajeros en busca del bien, la verdad y la belleza.
“Tempus fugit”, el tiempo pasa, y arrasa con todo a los que nos aferramos: el trabajo, la profesión, el dinero, la fama, las creencias, la familia, las amistades, lo bueno, lo malo y al final -con la muerte- hasta nuestro propio ser.
En la sociedad consumista en que vivimos, todo es desechable; ningún bien es producido para que dure; es la obsolescencia programada, un producto tiene una vida útil, basada en el tiempo o el uso, para que deje de funcionar y comprar otro.
Es fácil decir que debemos desprendernos de todo lo material, vivir apenas con aquello que podríamos salvar en un naufragio, y que los objetos se reponen. Es cierto, pero cuando se trata de las personas, los consejos no son tan sencillos.
Nadie engendra ni concibe inmortales, solo criaturas sujetas al paso del tiempo, y a las cuales no debemos aferrarnos, porque un día nos serán arrebatadas.
Debemos tener presente que todo es fugaz; eso no significa insensibilidad, ni falta de sentimientos, al contrario, es darle valor a la vida y a la importancia de apreciar lo que -en este momento- poseemos.
Una madre desconsolada pidió al Budha que por favor resucitara a su pequeño hijo; y el Bodhisattva le respondió: ¡Lo haré! Solo tienes que traerme un grano de arroz, de una casa donde nunca nadie haya muerto.
El dolor es inevitable, pero el sufrimiento es opcional; este surge debido al apego, la resistencia natural de todo individuo por evitar la separación, o a la pérdida definitiva del ser amado, e incluso un bien material.
Cuando los generales regresaban victoriosos a Roma, organizaban un gran desfile, con el botín y los enemigos capturados. Mientras el pueblo vitoreaba a su héroe, un esclavo le susurraba: “Memento mori”, recuerda que eres mortal.
Por más que lo deseemos, todo se acaba. Vivimos en un mundo contingente, donde el tiempo y las circunstancias desgastan las relaciones personales, los objetos.
¿Quién cierra los ojos y está seguro de que los abrirá? ¿Quién puede afirmar que mañana vivirá? ¿De qué somos dueños realmente?
Eso nos lleva a tener presente, en lo que pensemos o querramos realizar, una especie de cláusula de reserva: nunca suponer que todo saldrá de acuerdo con nuestros deseos. Si Dios lo quiere, o según la creencia, si el destino lo permite.
Comprender la magnitud del cambio nos garantiza disfrutar el aquí y el ahora, porque en cualquier momento el destino nos puede arrebatar lo que poseemos, y tal vez no apreciamos.
Todo fluye. Heráclito de Éfeso (500 a.C) dijo: “Nunca nos bañamos dos veces en el mismo río.” Tal vez el agua sea la misma, pero nosotros no; o uno sea el mismo, pero el agua no. Nosotros los de entonces, ya no somos los mismos.
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