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jueves, abril 18, 2024
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Página Negra: Todos soñaban con ser el niño malo de la moto

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Imágenes tomadas de internet / Bauer-Griffin


Desaliñado, sucio, sórdido, rebelde. Su vida es una fábula; pasó de seductor en los años 80, a boxeador en los 90, y desde hace medio siglo, un gran actor empeñado en autodestruirse.

Algún día Mickey Rourke será recordado, tanto por las películas que rechazó, como por las que filmó. Más de un fracasado, habría dado su brazo derecho, por figurar en cualquiera de ellas.

La vida de Rourke está cosida en su cara; basta verle el rostro, pareciera que un zapatero remendón le metió cuchilla, hilo y tijeras en párpados, nariz, orejas, boca y pómulos. Su faz simboliza la caída desde la cima de Hollywood.

Nadie le quitará lo bailado. Malas decisiones, una vida tempestuosa y amores volcánicos, boicotearon su prometedora carrera artística; a pesar de eso, siempre será el ícono fílmico de los ochenta, y referencia obligada de aquella generación.

Compartió el plató con las vacas sagradas del celuloide; mujeres despampanantes hacían fila para percibir su acre olor a cenicero viejo; lo seguían legiones de amateurs, incapaces de decir una línea sin tartamudear.

Entró al cuadrilátero de la vida en Nueva York -16 de setiembre de 1952-; su padre, Philip Andre Rourke, un fisiculturista, abandonó a la familia cuando Mickey cumplió seis años. Jamás volvieron a verle ni el humo.

La madre -Annette- armó maletas y se fue a Miami; ahí se casó con un policía y formaron una tribu: los cuatro hijos de ella, y los cinco de él. Vivían en un barrio difícil, además de las peleas callejeras, el padrastro lo aporreaba en la casa.

El hogar era un campo de batalla. Los padres pasaban atareados en sus trabajos, y apenas tenían tiempo para medio educar aquella bola de mocosos; así, entre libertades y peleas, Mickey forjó una personalidad pendenciera y caótica.

A tumbos pasó por las aulas. Buscó refugio en el boxeo, y quiso imitar a su ídolo Muhammad Ali; parece que le fue bien, y peleó en los Golden Gloves, el prestigioso torneo amateur americano, pero no hay registros de que eso fuera real.

Tras sendas palizas sobre el cuadrilátero, que le ocasionaron un par de conmociones cerebrales y un hombro partido, decidió tomar aire y -mientras se recuperaba- interpretó un pequeño papel en una obra en la Universidad de Miami.

Ni idea tenía de lo que hacía, pero le encantó. Debido a las malas juntas, y a unos líos con la policía, regresó a la ciudad de los rascacielos; ahí ingresó al Actor´s Studio, donde encandiló a todos y enamoró al mítico fundador: Lee Strasberg.

Sus primeros intentos actorales los perdió por nocaut: lo rechazaron en más de 87 castings. Pero persistió, como un boxeador contra las cuerdas. Al cabo de cinco años, llegó la explosión y alcanzó papeles que daban hipo.

Es cierto, tardó en arrancar, pero después parecía que nada lo iba a detener. Lo compararon con James Dean; tenía alrededor a un grupo de adoradores y decían que era “el hijo predilecto de Laurence Olivier y Jesucristo”.

Cuando interpretó al “Chico de la moto”, en La Ley de la Calle -de Francis Ford Coppola- todos lo volvieron a ver, y a partir de ahí comenzaron sus años de ascenso, gloria, fama y desplome.

Terry O’Neill / Iconic Images


Aquel aire salvaje cautivó a la feligresía de Hollywood; después vinieron sus grandes papeles en Manhattan Sur, Nueve Semanas y Media, Corazón Satánico, Orquídea Salvaje y Sed de Poder.

De pronto su carrera comenzó a despeñarse; y fueron más noticia sus peleas y cirugías estéticas, que sus películas. “Lo perdí todo, la esposa, la casa, mis amigos, mi nombre en la industria”, confesó Mickey.

Fuego en el cuerpo

Cuándo o cómo cayó al vacío. Ni Mickey sabe. El punto de inflexión pudo ser cuando aceptó actuar solo por dinero. Antes, a los 39 años, volvió al ring; combinó las peleas con noches de alcohol, estupefacientes y damas de vida alegre.


“Puedes ser mediocre, como la mayoría de los actores, y seguir siendo una estrella de cine de primera fila, aunque tus películas sean aburridas y predecibles. Todo lo que tienes que hacer es saber venderte, dejarte fabricar.”

Así lo contó a Los Angeles Times, pero nadie quería comprar ese paquetazo. En 1991 lo nominaron al Razzie, la antítesis de los Oscars, como peor actor, no solo en una película, si no en dos: Orquídea Salvaje y Horas Desesperadas.

La prensa amarilla se dio gustos con sus desventuras; así como lo encumbraron al cenit, repartieron sus despojos en el abrupto, doloroso y solitario descenso a los infiernos. “No estaba preparado para el éxito”, dijo Rourke.

Colegas, productores, empresas de seguros y financistas, escaparon durante años de proyectos que lo tenían como posible protagonista, porque era una pesadilla compartir el set, con ese muerto viviente del cine.

Nunca ahorró improperios contra nadie. A Nicole Kidman le dijo que era un “puto cubito de hielo”; a Robert de Niro lo trató de “llorica”, “cabronazo” y “mentiroso”; a Tom Cruise, de representar el mismo papel durante “35 años”.

Tampoco le fue bien con sus tres esposas. La primera, Debra Feuer, lo dejó al cabo de ocho años; la otra, Carré Otis, joven y hermosa modelo, lo denunció por agresión doméstica y aguantó seis años.

En su biografía, Beauty, Disrupted, Otis narró que Mickey la amenazó con una espada samurái; si no aceptaba la boda se iba a rajar la barriga y a sacar los intestinos, en un harakiri. Su última pareja fue la rusa Anastassija Makarenko.

Con 70 años Mickey Rourke vive rodeado de sus adorados perros. “No tengo hijos, así que ellos son todo para mí. Cuando estaba realmente mal, recuerdo mirarles y comprobar como ellos me animaban a seguir, a cuidarles”.

A veces, cuando un hombre está solo, y un viento de banderas agita su vida, todo lo que él tiene en la vida es a su perro.



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