Imágenes tomadas de internet
Sexo, buena música, drogas y celebridades. Los cuatro jinetes del Apocalipsis se reunían todas las noches en Studio 54, la mítica discoteca neoyorkina de los años 70, donde esnifar cocaína era tan natural, como respirar.
Donde antes funcionó un estudio de televisión, Ian Shrager y Steve Rubell fundaron -el 16 de abril de 1977- el club más “hype” de la calle 54, edificio 254W; este era un hoyo negro, en el universo de la vida nocturna de Nueva York.
Uno podía darse la vuelta y, ya fuera alguien o un pelagatos, Marc Benecke, el guarda, le abría paso y entraba a la dimensión desconocida; había un aire erótico y decadente; ricos, famosos y donnadies coexistían en una atmósfera explosiva.
Cierta noche Bianca Jagger, la mujer de Mick, cumplió 32 años y entró a la discoteca en un caballo blanco, como Lady Godiva; pero igual uno veía a Madonna, Liza Minnelli, Elizabeth Taylor, Truman Capote, Andy Warhol y otras luminarias.
En sus días de bonanza Rubell llegó a decir que solo la mafia tenía un negocio tan bueno como Studio 54; en un año ganó $7 millones. Pero toda fiesta se acaba; en 1979 le cayó la oficina de impuestos y pasó 13 meses en la cárcel.
Nuestra historia de hoy no trata de Rubell ni de Shrager, esos son dos enanos de otro cuento; si no de Mark Fleischman, un “habitué” del Club que solía bailar, beber y drogarse con la fauna más selecta de la ciudad que nunca duerme.
En ese ambiente espeso, Mark trabó amistad con los dueños; a las cuatro de la madrugada salían borrachos del antro y subían a una limusina rumbo a Crisco, la disco gay de moda. Para evitar el cierre, él asumió la deuda y compró Studio 54.
Lo relanzó el 15 de setiembre de 1981. Atrajo a celebridades como Janet Jackson, Alec Baldwin, Madonna, Cyndi Lauper y el fauno salvaje de Jean-Michel Basquiat, quienes seducían a los invitados como la luz a las luciérnagas.
Por cinco años volvió a ser la antesala del infierno; Studio 54 fue un oasis de gente desinhibida, libre de escrúpulos; quienes vivían al margen de la crisis económica, el SIDA, los estertores de la guerra fría y el fin de la historia.
Cruzar las puertas del cielo, era más fácil que las de esa disco del averno; Benecke escogía, con un gesto de la cabeza, a los elegidos; a veces por calzar unos zapatos extravagantes, otras un peinado o bien porque se le daba la gana.
En sus memorias “Inside Studio 54”, Mark reveló los secretos innombrables, las aventuras ocultas y las experiencias eróticas de aquellos años de fantasía; tanto contó, que pagó una póliza de seguro contra la difamación y evitó demandas.
Todas las facturas se pagan. “Posiblemente mi estado de salud actual se deba a que bebía mucho y consumía drogas” confesó a The New York Post, aunque “no me arrepiento de ninguna parte de mi vida”.
La vida no vale nada
Allá por 1986 Mark cerró la discoteca. Fue directo al centro de desintoxicación Betty Ford; de nada sirvió y acudió a Rancho La Puerta.
Pasó por ahí 55 veces. La Puerta era un lugar rocambolesco, con métodos de salud que, según Fleischman, eran “más baratos y mejor que las drogas, y eso me permitió vivir más tiempo.”
Así olvidó el sótano de Studio 54, donde se mezclaban drag queens, jovencitas en apretados pantaloncitos, caballeros con traje, mujeres vestidas de noche, a quienes ni el temible paparazzi, Ron Galela, podía tomarles una foto.
Los más íntimos acudían al despacho de Mark. Allí, una mocita preparaba las líneas del azúcar del diablo y champaña; “había tanta gente, que se necesitaban 30 o 40 rayas de coca, y tenían que ser todas idénticas”.
El tiempo borró la luna que olía cocaína, en una pared de Studio 54. Una rara enfermedad degenerativa -que los médicos asociaron al Parkinson- lo ató a una silla de ruedas, y apenas podía balbucear.
“No puedo caminar, no puedo expresarme bien y no puedo hacer nada por mí mismo, mi mujer me ayuda a meterme en la cama, y no puedo vestirme, ni ponerme los zapatos”, dijo a The New York Post.
Los males comenzaron cuando su pierna izquierda quedó paralizada; perdía el equilibrio, los objetos caían de su mano, y no podía ubicar su cuerpo en el espacio.
Reducido a un guiñapo decidió que lo mejor era morir, y tomó una sobredosis de Xanax; pero los médicos de emergencias lo revivieron. Intentó asfixiarse y fracasó; quiso comprar un arma y pegarse un tiro, pero su mujer -Mimi- lo impidió.
Así que optó por viajar a Suiza, donde es legal el suicidio asistido mediante la ingestión letal de una dosis de barbitúricos. La organización caritativa Dignitas -como ellos se llaman- ofreció sus buenos oficios para sacar a Mark de este planeta.
El favor -previo pago de $15 mil- consistió en analizar el expediente clínico del paciente, firmó una declaración jurada ante un notario para confirmar su deseo de morir, y un psiquiatra avaló que estaba en su sano juicio.
Los detalles del proceso los supervisó Mimi, la incineración del cuerpo y entrega de las cenizas, así como la estadía turística para recorrer la ciudad, antes del viaje al más allá.
Volaron a Zurich el 8 de julio del 2022; se alojaron en un “lugar precioso, un resort en el lago”, y el 13 de ese mes llegó al apartamento preparado por Dignitas. Tomó una copa con el brebaje fatal, cayó dormido y hasta nunca.
El empresario tenía 82 años, creció en Long Island -Nueva York-, estudió Administración Hotelera en la Universidad de Cornell y disfrutó de la vida alegre en las noches de Harlem.
Las drogas, el sexo salvaje y las trifulcas en Studio 54 no lo mataron; el hastío de vivir lo consumió y salió por la puerta falsa. Fue el último viaje de un hombre, que iba hacia ninguna parte.
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