Imágenes tomadas de internet
Quiso escapar de sí mismo. ¡Fue imposible! Comenzó su carrera como un asesino de niñas; gracias a su cara redonda, su escasa estatura, su andar de pirata cojo, y aquellos ojos enormes, expresivos y saltones; parecía un sapo mojado.
Los nazis lo tenían en su lista negra, pero zafó el bulto antes de que la Gestapo cerrará sus tenazas, sobre su miserable humanidad; recaló, primero en París, siguió a Londres y después a la tierra de la fantasía: Hollywood.
Aterrizó en esta vida el 26 de junio de 1904, en Hungría; solo su madre lo conocía como Ladislav Loewenstein; para el resto de los mortales fue Peter Lorre, el más grande intérprete de criminales, psicópatas y malvados del cine negro.
El nombre se lo estampó Zerka Moreno, una psicoterapeuta, quien descubrió su potencial; podía pasar de un inofensivo don nadie, a un depredador siniestro.
Contra la opinión familiar decidió ser actor; a los 18 años abandonó el nido y se fue a Suiza. Ahí durmió en los “pollos” de los parques, entre cartones y hasta robó por pura necesidad.
Para financiar sus estudios actorales trabajó en un banco suizo; renunció y se fue a Viena, y de tumbo en tumbo llegó a Berlín, donde al menos dejó de dormir en la calle y aguantar hambre.
Armó yunta con el dramaturgo Bertolt Brecht, y pronto fue el favorito de directores como el insufrible Fritz Lang, quien en 1931 lo catapultó al firmamento cinematográfico con “M, el vampiro de Düsseldorf”.
Desde que interpretó a Hans Beckert -uno de los personajes más perversos y despiadados del cine- quedó congelado en ese tipo de sádicos, odiados por la audiencia con solo verlo unos minutos en la pantalla.
Tenía un sentido del humor ácido, el aspecto de un gnomo, pequeño, inflado, una voz pegajosa como una baba. Los mismos nazis le temían, y usaron su rostro para carteles antisemitas.
Huyó a Londres y empató con otro cineasta enfermizo, Alfred Hitchcook, con quien filmó, en 1934, “El hombre que sabía demasiado”. Cruzó el charco y llegó a la fábrica de ilusiones, donde fue el eterno segundón.
Ahí brilló como Luzbel en “Crimen y Castigo”, interpretó a Raskolnikov; “Las manos de Orlac”, un científico loco; la celebérrima “El halcón maltés”, como Joel Cairo, el paradigma del malo; o el Sr. Ugarte, en “Casablanca”.
Para cambiar de registro aceptó filmar una serie de ocho capítulos, donde personificó a “Mr. Moto”, un agente japonés dedicado a resolver diferentes misterios, algo así como un James Bond, con los ojos almendrados.
Arsénico por compasión
Si en el cine Lorre fue un relleno, menospreciado por los mercaderes de Hollywood quienes lo usaron y después lo desecharon; en el amor le fue todavía peor.
En el set del “Hombre que sabía demasiado” conoció a Celia Lovsky, en 1934; a pesar de que Peter mascaba el inglés, con un marcado acento húngaro, la enamoró con su media sonrisa y su innegable talento.
Duraron poco. En 1945 se casó con Kaaren Verne y vivieron juntos cinco años. La tercera en fila fue Anne Marie Brenning, con ella procreó -en 1953- a su única hija Catharine, quien tuvo una vida corta y complicada.
Un extraño suceso la salvó de que los primos Angelo Buono y Kenneth Bianchi, un par de psicópatas, la violaran y estrangularan, como hicieron con 14 jovencitas, en Los Ángeles, en los años 70.
Los asesinos -disfrazados de policías- abordaron a Catharine; la metieron a un auto, y cuando la tenían a punto de caramelo, pidió piedad; la soltaron porque les enseñó una foto de ella, con su padre. Los criminales eran fanáticos de Lorre.
A los 17 años quedó huérfana. De Peter heredó la frágil salud, pasaba mucho tiempo hospitalizada, por problemas de visión y circulación.
La muerte de su esposo en un accidente de moto la deprimió; agregó a la lista de sus problemas una severa diabetes; acabó hospitalizada y murió a los 31 años.
El declive de Lorre fue lento pero seguro; en Hollywood le cancelaron los contratos y regresó a Alemania donde dirigió “El hombre perdido”, en 1951. A la crítica le encantó, pero fue un fiasco en la taquilla.
Los dolores en la vesícula lo minaron y adquirió un aire melancólico; los médicos le recetaron morfina y, a sus dolores, agregó la adicción.
Nunca perdió su capacidad para aterrorizar; podía cambiar de expresión como un camaleón de color o una serpiente de piel; de pronto era un hombrecillo insignificante, y un instante después una bestia maligna llena de lascivia.
A los 59 años un derrame lo mató; justo el día en que Anne Marie lo citó para firmar el divorcio.
Cuando comenzó con la actuación dijo con ácida franqueza: “Con una cara como la mía, ¿Quién intentaría realizar una carrera en el cine?”
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