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Página Negra: El lobo solitario que mató a 19 niños

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Imágen por BOB DAEMMERICH 


Silencio. 168 segundos. Uno por cada muerto. Antes de recibir la inyección letal -en la prisión Terre Haute, Indiana- todavía resonaba en su cabeza el estallido, que arrasó 324 edificios, incendió 68 carros y evaporó a 168 humanos.

Él, y otro compinche, robaron de una cantera 1,800 kilos de nitrato de amonio, varias cajas de un explosivo gelatinoso -Tovex- como sustituto de la dinamita; hicieron una mezcla con tres barriles de nitrometan, y armaron la bomba.

Los dos eran veteranos de la Guerra del Golfo y entrenados para matar; así que no tuvieron reparos en alquilar una vieja camioneta Ford, y la convirtieron en un arma rodante.

Estacionó el vehículo frente al edificio Alfred P. Murrah -en Oklahoma-; ahí funcionaba una oficina del FBI y una guardería, para los hijos de los agentes. Lo cerró, caminó tranquilo, detonó el artefacto y huyó, en un auto amarillo.

Era el 19 de abril de 1995 -a las nueve de la mañana- cuando estalló el dispositivo, con la precisión de un reloj suizo. Habían pasado dos años, desde la masacre de Waco; él estuvo presente y juró vengarse del Imperio del Mal.

Timothy McVeigh, el terrorista, quedó insatisfecho con el atentado; él esperaba derrumbar todo el edificio, pero solo destruyó la fachada. Los 168 muertos, entre ellos 19 niños, y 700 heridos, fueron un “daño colateral”.

Albert P. Murrah, Oklahoma


Al FBI no le importó matar chiquitos en Waco -cuando atacaron a los davidianos de la secta de David Koresh-, explicó al policía, quien lo atrapó 90 minutos más tarde.

Ese día ejecutaron en Arkansas al supremacista blanco, y fanático religioso, Richard Snell, condenado a muerte por asesinar a dos personas. Este añoraba destruir ese edificio, y asintió complacido cuando escuchó la noticia.

Sic semper tyrannis

Nadie daba ni dos centavos por aquel mocoso esmirriado, nacido en Nueva York el 23 de abril de 1958. Era aficionado a la tele, el cine, los deportes y a las armas fuego, que le enseñó a manejar el viejo Ed, su querido abuelito.

El pequeño Timothy -apodado “Noodle”, o tonto- en el patio de la escuela, venía de una familia de tres hermanos, engendrados por William McVeigh -obrero de la General Motors- y Mildred Noreen -agente de viajes.

La pareja rompió y las dos hijas siguieron a la madre, pero el niño escogió al padre, quien endosó la crianza a los abuelos. Ed lo llevaba de cacería, practicaban el tiro al blanco, y Timothy llevaba armas a la escuela para impresionar a los otros.

Vivió una adolescencia normal, de las revistas de muñequitos pasó a Soldado de Fortuna -el vademécum de los mercenarios-.

En el colegio soportó las golpizas y burlas por su exigua estatura, y acumuló mucho odio contra el sistema, los negros y las instituciones norteamericanas.

Terminó la secundaria a las patadas, y en la universidad fue un absoluto fracaso; consiguió empleo en una hamburguesería y en una empresa de seguridad privada.

Mientras tanto comenzó a beber en las charcas del racismo, el militarismo, el Ku Klux Klan, y reunió los méritos necesarios para recalar en el lugar idóneo donde germinarían toda sus frustraciones: el ejército.

Por aquellos días leyó con fruición la novela “Los diarios de Turner”, que es el manual de los supremacistas blancos, escrita por William Luther Pierce, en la cual delinea una serie de acciones terroristas contra el gobierno de Estados Unidos.

En ese panfleto un grupo de neonazis la emprende contra los judíos, el control de armas, y ejecutan un plan para destruir el edificio del FBI en Washington, lanzar ataques nucleares contra Israel y la Unión Soviética.

De camino, desatarán una limpieza étnica guiados por La Orden, una secta genocida, que en el Día de la Cuerda asesinará a miles de personas acusadas de crear una sociedad multicultural, y a los periodistas los ahorcarán.

En la milicia McVeigh destacó, junto a sus camaradas Nichols y Michael Fortier, unidos por el odio al gobierno y por la exaltación de la raza blanca. Combatió con valor en 1991 en la Guerra del Golfo, y recibió dos medallas.

La guerra lo volvió más agresivo, belicoso, impulsivo y obsesionado con la idea de que le habían implantado un chip en el trasero, para controlar sus movimientos y manipularlo en los combates.

Intentó, en vano, unirse a las tropas élite de los Boinas Verdes; lo rechazaron porque no pasó el examen psicológico, así que regresó a la vida civil como vendedor de armas en las ferias; se alió a sectas racistas y grupos subversivos.

Dos hechos terminaron de convencerlo de su misión mesiánica: el tiroteo de Randy Weaver, un traficante ilegal de armas, donde murió la esposa y el hijo del atacante y un policía. Y el asalto final a Waco.

Mía es la venganza

Con la cabeza llena de pólvora decidió unirse a la Michigan Militia, uno de los muchos ejércitos privados que pululan por Estados Unidos, dirigidos por ultraderechistas afines al ala más extrema del Partido Republicano.

McVeigh y Nichols intentaron persuadir a Fortier para incluirlo en el atentado contra el edificio del FBI, en Oklahoma, pero este no quiso saber nada de semejante locura.

Los dos terroristas se movían como peces en el mercado ilegal de armas y explosivos; con la facilidad de quien compra ingredientes para un queque, reunieron todo lo necesario para armar la bomba fatal.

Después del atentado Timothy no mostró ningún arrepentimiento, se declaró culpable, explicó con detalles toda la operación, y señaló que era natural la muerte de civiles.

En el juicio, los norteamericanos estaban divididos, entre los que deseaban condenarlo a muerte y quienes pedían cadena perpetua. Fue condenado a morir por inyección letal, su cómplice Nichols cumple 166 años de cárcel.

La mañana del 11 de junio del 2001, Timothy pidió una comida frugal: dos cajitas de helado de menta y chips de chocolate.

Después, ante 200 testigos, le inyectaron una dosis letal y se fue al infierno.

Ahí, como dijo antes de morir: “Seguro tendré mucha compañía”.




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