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martes, diciembre 3, 2024
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Página Negra: Doctor Shirō Ishii, el médico del diablo

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Imágenes tomadas de internet


Los marutas eran descartables. Entraban vivos a la Unidad 731, y salían muertos; a veces enteros, en otras, en partes. Desde al aire parecía un viejo aserradero, en realidad era un laboratorio infernal.

Ahí -entre 1932 y 1945- el Dr. Shirō Ishii -jefe del recinto- usó como animales de prueba a hombres, mujeres, ancianos y niños, en sus infernales experimentos bacteriológicos, para ganar la guerra.

Inoculó a sus indefensas víctimas -la mayoría prisioneros chinos- con patógenos como tuberculosis, viruela, tifus, cólera, sífilis, disentería, ántrax, para observar el desarrollo de esas enfermedades, y probar la eficacia de las vacunas.

Los escasos sobrevivientes pasaban a otras pruebas: comer alimentos infectados, beber agua contaminada, ser rociados con sustancias químicas o biológicas, o diseccionarlos vivos para estimar cuánto duraban en desangrarse.

Sendas bombas atómicas acabaron con los sueños imperiales japoneses, y el Dr Shiro escapó, evadió la justicia, y vivió el resto de sus días en absoluta paz, como si nunca hubiese ocurrido nada.

El circunspecto médico, de modales suaves, serio, meticuloso y entregado a su labor, dirigió con la precisión de un tren japonés la Unidad 731, un proyecto secreto del Ejército Imperial, para crear armas bacteriológicas a gran escala.

Al menos 12 mil personas murieron -de manera directa- en este programa, otros estiman la cifra en 200 mil y algunos en 580 mil; la cantidad podría ser irrelevante, porque a fin de cuentas el Dr. Shirō nunca fue juzgado.

Tras la rendición del Imperio del Crisantemo, el científico fue arrestado por los yanquis en 1946, pero negoció su libertad e inmunidad, a cambio de ceder todos sus archivos y resultados experimentales, a sus captores, en el Tribunal de Tokio.

Santo remedio. Muchos de estos investigadores siguieron su vida en paz, consiguieron trabajo en laboratorios y prosiguieron con sus experimentos, solo que sin humanos.

Mi nombre es muerte

A la par del Dr. Ishii, el nazi Joseph Mengele era un aprendiz de brujo. El 25 de junio de 1892 vino al mundo, en Shibayama -distrito de Sanbu-. De carácter egoísta, exigente y perturbado, pronto descolló en los estudios.

Se graduó en medicina en la Universidad Imperial de Kioto; ingresó a la milicia y -en 1922- lo destacaron en el Hospital del Primer Ejército y la Escuela Médica Militar de Tokio.

Estudió microbiología, publicó varios artículos científicos, y en 1928 viajó dos años a Europa, donde recabó información sobre el impacto de las armas biológicas y químicas en la Primera Guerra Mundial.

A punta de constancia ascendió a comandante, y lo nombraron profesor de inmunología, siendo el protegido de Koizumi Chikahiko, un alto cargo militar interesado en armas de destrucción masiva.

La oportunidad para que Ishiro demostrara a sus superiores, el talento maligno que poseía, llegó cuando Japón conquistó Manchuria; al genocidio contra esa población, los nipones agregaron experimentos despiadados.

Camuflados bajo un plan de potabilización de agua para las tropas, a partir de 1936 el Dr. Ishii montó una estructura de investigación médica, con una fuerza de esclavos cercana a las diez mil personas.

En el distrito de Pinfgan instaló su infierno particular, en un área de 6 km cuadrados, con más de 150 edificios construidos por 15 mil esclavos chinos, sometidos a las más severas condiciones de hambre, castigos y horrores.

Ahí funcionó la temible Unidad 731, con tres mil empleados de los cuales el 10 por ciento eran médicos, dedicados a probar toda clase de ocurrencias con sujetos vivos, registrando sus agonías igual que un avaro cuenta sus monedas.


Los maruta

“Cuando cogí el escalpelo empezó a chillar. Le abrí desde el pecho hasta el estómago y gritaba terriblemente, mientras su cara se deformaba a causa de la agonía.”

Así recordó -en una entrevista a The New York Times– el soldado Takeo Wano, una de las operaciones ejecutadas con un “paciente”, quien yacía desnudo, atado – y vivo- a una camilla en la Unidad 731.

El Dr. Ishii los llamaba “marutas” -troncos-, porque el laboratorio estaba camuflado como un viejo aserradero.

Los “leños” eran prisioneros de guerra, o sospechosos detenidos por la Kempeitai, la policía militar japonesa. Había chinos, soviéticos, mongoles, coreanos, enfermos mentales y discapacitados.

La especialidad de Shiro eran los experimentos de hipotermia; el sujeto era sometido a bajas temperaturas en distintas condiciones, con ropa mojada, desnudo, desnutrido o gordo, y después de que colapsaba intentaban reanimarlo.

También, congelaban los brazos o las piernas de la víctima; después las calentaban con agua, para medir la velocidad con que la piel se desprendía o se atrofiaban los músculos.

Los experimentos no fueron producto de un loco aislado, si no de una política de estado planeada, y ejecutada al detalle; Shiro documentó todas las operaciones, fotografió, filmó y dejó constancia de las autopsias.

Aparte de desarrollar armas biológicas, la idea del Dr Ishii era capacitar a los cirujanos del ejército japonés, para enseñarlos a tratar a los heridos en el campo de batalla.

El oficial Yoshio Shinozuka aceptó su responsabilidad en estos crímenes de guerra, debido a la demanda colectiva de 180 sobrevivientes chinos, contra el gobierno japonés.

Uno de los microbiólogos norteamericanos que revisó los archivos, el Dr. Edwin Hill -jefe de Fort Detrick, una instalación médica militar- reconoció la información como “inestimable”.

Y agregó  que “jamás podría haberse logrado en Estados Unidos, debido a los escrúpulos respecto a experimentar con humanos”, además de que “fue obtenida a muy bajo costo”.

Shirō Ishii murió en paz, en 1959, rodeado de quienes lo amaban. Convertido al cristianismo, entregó su alma al Creador. Tenía 67 años. En Tokio, abrió una clínica de atención médica gratuita. Era un pan de Dios.





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