Argos, de la Casa de Ulises
Medioabrí los ojos y cuando vi clarito -por el tragaluz del cuarto- sacudí las cobijas y salté al piso; olisquié en la penumbra mi huesecito, para celebrar mi cumpleaños, con ese postrecito mañanero.
Celebro otra vuelta al sol. Según los sapiens serían 525.600 minutos nuevos que tendré disponibles, para disfrutar con mi familia multiespecie, en este año que comencé apenas.
En mi familia perrihumana acostumbran celebrar mi onomástico; encargan una perritarta; adornan con globos de colores, y festejamos de manera sencilla.
Me ladraron que hay agencias especializadas en festividades caninas; organizan fiestas con piñatas, gorritos, antifaces, serpentinas, música, juegos; y llegan muchas personas con sus crías y -por supuesto- las mascotas.
Comprendo la locura; es una locura de amor, de felicidad, de alegría para ofrecerle un momento especial, a quien da su vida entera por hacer especial, la vida de quienes le rodean y protegen.
Todo es bonito sin humanizarnos de manera exagerada, debemos recordar que somos dos especies diferentes: caninos y sapiens, a veces en la casa hay otras, como gatos, aves, roedores o tortugas.
Una cosa es el cumpleaños de una persona, con la algarabía del caso y todo el alboroto alrededor del festejado, pero a los caninos eso nos asusta mucho, en particular estar en espacios cerrados, con gente extraña y el escándalo.
Eso nos altera los sentidos, nos ponemos nerviosos, agresivos o retraídos, y la verdad -como si fuéramos niños- nos indisponemos demasiado, y hubiéramos preferido algo menos estruendoso.
Mi manada disfrutó -oiga Usted- de un perro caliente, bebieron un vinito, posamos para las fotos con la perritarta -que era espectacular- y después se la comieron; por lo que oí, estaba deliciosa.
Aproveché para echarme una cabeceadita en el sofá, mordisquié el hueso que me regalaron, y cuando pasó la lluvia salimos a patear calle; eso si me gusta, oler, correr por los matorrales, ver qué nuevas hay en el barrio, y marcar un árbol.
Rastree información en ladrinet, y encontré que los faraones egipcios -hace como cinco mil años- fueron de los primeros en celebrar algo parecido a nuestros cumpleaños, en su caso, cuando los coronaban; y daban el día libre.
Los griegos iniciaron -supuestamente- la costumbre de preparar un pastel -horneaban la harina con cereales y miel-; creían que debía de ser redonda como la luna, y la colocaban en el altar del templo de la diosa Artemisa.
También rodeaban el queque con velas encendidas, pero no las soplaban, si no que debían consumirse solas y, entre más duraban en apagarse, habría una vida más larga y próspera, para el homenajeado, los presentes y Artemisa.
Pasó el tiempo y vinieron nuevas formas de celebrar. En México nunca falta la piñata y cantar “Las mañanitas”; en España le jalan las orejas al cumpleañero; los dominicanos los mojan con agua y en África, riegan granos de sal por el suelo.
Todas son muy bonitas, pero a mi me gusta celebrarlo con mi manada, y saborear un buen hueso.
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