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Las canchas de la vida

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Imagen tomada de internet

Flaco, pequeño, calvo. En resumen: feo. Tampoco tenía dinero. Con cinco años abandonó Noruega, y se estableció en Chicago, allá por 1893.

Carecía de algún don especial. Si acaso poseía una precoz avidez por el conocimiento; nunca se iba a dormir sin aprender algo nuevo.

En el hogar de Knute Rockne (1888-1931), tenían la costumbre de permitir que -de los escasos fondos comunes- se destinaran unos centavos para comprar regalos a los demás. Él daba libros a sus hermanas, los cuales leía primero.

Trabajó duro, en la oficina de correos de Chicago; ganó mil dólares y se matriculó en la Universidad de Notre Dame, con la esperanza de obtener un empleo, pues tenía fama de ser un “lugar para pobres”.

Era un alumno poco prometedor. Tenía 22 años, protestante en una universidad católica; pese a sus nulas capacidades deportivas, fue capitán del equipo de fútbol americano.

Llegó a ser jefe de redacción del álbum anual, estrella del club de arte dramático, y se graduó en química con un diploma “magna cum laude”.

Obtuvo un empleo como profesor de esa disciplina, pero donde destacó fue -además de jugador- como entrenador; revolucionó ese deporte, pasándolo de una pelea de mastodontes a un juego de estrategia, velocidad y destreza.

Aparte del físico, escogía a sus pupilos por la mente, el corazón y el carácter. Demostró que el ingenio, la habilidad y el trabajo en equipo, podían superar a la fuerza bruta y a la potencia física de sus rivales.

Poseía la perspicacia para unir los talentos comunes individuales, y formar un equipo extraordinario. Ganó 105 partidos, perdió doce y empató cinco.

Sus charlas filosóficas -previas a los encuentros- eran proverbiales. Su voz “era semejante a un estallido, crepitaba como cargada de electricidad. Tronaba, bramaba y exhortaba con exaltación religiosa”.

Una vez su equipo logró 20 triunfos consecutivos; cuando lo venció el cuadro de Iowa dijo: “No habrá excusas”, regresó a Notre Dame y ahí lo recibió una multitud para agradecerle su lealtad.

Los registros históricos, le atribuyen haber sido uno de los mejores entrenadores de todos los tiempos; no tanto por lo que hacía, si no por cómo lo hacía.

Sus prácticas eran abiertas al público, incluso sus contendientes podían asistir y tomar notas, o si no podían acudir al entrenamiento, les enviaba los diagramas con las estrategias.

Cierto día envió a su colega del equipo de West Point, las tácticas que usaría en su próximo enfrentamiento; los militares creyeron que se trataba de una artimaña, y no le dieron importancia.

Utilizó las mismas y los derrotó: “Las jugadas no ganan los partidos, es la ejecución”.

El 4 de marzo de 1931 subió a un avión, para viajar de La Florida a California, donde filmaría una película. Nunca llegó a su destino. La nave chochó contra una montaña en Kansas. Fue una calamidad descomunal, que paralizó a toda la nación.

Aún retumba en los camerinos su arenga antes del partido: “Saldremos a pelear, pelear, pelear…¡Y vamos a ganar!”



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