Vivimos un tiempo antropocéntrico, en el cual todo está centrado en el individuo, en el culto al éxito personal a toda costa y en un narcisismo, ya de por si enfermizo.
La vida no es un valle de lágrimas. Podemos ser felices sin que la felicidad sea un estado ya existente en el futuro, si no un camino que recorremos todos los días.
En el siglo 21 parece que estamos obligados a ser felices; nadie puede estar triste porque es un fracasado; sufrir es un medio de conciencia, según los budistas.
Hay que aprender a perder, para saber ganar; porque cuando uno cree que tiene todas las respuestas, viene el universo y nos cambia todas las preguntas.
¿Es lo mismo estar feliz, que ser feliz? Ya los primeros filósofos occidentales buscaron una solución a esa inquietud.
Para Sócrates y Platón la felicidad consistía en conocer el Bien; solo así era posible vencer la ignorancia, que era el peor de todos los males posibles.
Otros, como Aristóteles, consideraban que buscar el justo medio, el punto exacto entre un exceso y un defecto era el equilibrio perfecto que conducía a la felicidad.
Quienes indagaron más en esa respuesta fueron los estoicos, una escuela filosófica muy antigua que alcanzó su esplendor durante el Imperio Romano; el cristianismo se apoyó en ellos, asimiló e incorporó muchas de sus enseñanzas a la nueva fe.
Ser felices, según ellos, consistía en tomar el control de nuestra vida y -sobre todo- de las emociones, para ser guiados por la razón.
Debemos distinguir lo que sí depende de mí, de lo que no depende de mí. Cada uno puede controlar sus miedos, decidir que actos puede realizar y asumir la responsabilidad de los mismos.
Nunca hay que dejarse perturbar por las opiniones de los demás, la envidia, los afectos no correspondidos o -peor aún- las carencias personales.
Hay que prepararse para lo peor, así es como se saborea lo que se tiene, porque el dolor se enfrenta como llega, sin paños tibios; la vida es como es y debe aceptarse así. No es resignación, ni fracaso, es usar la razón para entender lo que nos sucede.
Algunos se aferran a la esperanza, pero eso es un opiáceo; un placebo que solo es un consuelo inútil, ya que empeora la situación y la comprensión de la misma.
Materialmente es muy poco lo que se necesita para ser felices; hay que vencer el miedo y elegir el mayor bien: la libertad.
La felicidad sería elegir un modo de vida donde no estamos aferrados a nada, porque cada uno vive la vida que pierde y pierde la vida que vive.
Antes de dormir, los estoicos aconsejaban pensar 15 minutos en tres preguntas: ¿Qué hice bien?; ¿Qué hice mal? ¿Qué puedo hacer mejor?
La felicidad no es un camino: es un viaje.
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