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Argos, de la Casa de Ulises

Sin mi permiso, nadie entra a mi casa. Reconozco que soy un posesivo incurable; me eriza los pelos hallar a un extraño en mi espacio y le ladro, para advertirle que se vaya, o se atendrá a las consecuencias.

Mis abuelos, los lobos, son territorialistas y heredamos ese instinto por custodiar y delimitar nuestra zona, donde vivimos y compartimos con la familia multiespecie.

Los sapiens hacen lo mismo, Mi Amigo me contó de dos gemelos – Rómulo y Remo- quienes se pelearon cuando marcaban el área de cada uno. El primero mató al segundo y por eso llamó Roma a la nueva ciudad.

Tampoco la violencia; pero hago valer mi carácter de Schnauzer y establezco bien claro los límites, espaciales y psicológicos, para que los intrusos sepan que defenderé a dentelladas lo mío.

Algunos humanos son muy imprudentes y olvidan que -en general- los caninos somos territorialistas por naturaleza; por eso, antes de acercarse a tocarnos y hacernos carantoñas, deben respetar cierta distancia y pedir el paso.

Nunca deben venir hacia nosotros de frente, si no de lado; menos vernos directo a los ojos, eso es un signo de pelea. Es aconsejable que pregunten al humano que nos acompaña, si nos agrada que nos acaricien o mimen.

Acostumbramos tener dos espacios bien definidos: el territorio y el área de caza. El primero se reduce al hogar y a la manada humana con la cual vivimos, y en especial a nuestro líder, quien es intocable para los extraños.

La zona de caza es más extensa y la compartimos con otras especies; en nuestro caso -que vivimos en ciudades- es el barrio por donde caminamos y echamos una pata al aire.

Salir con Mi Amigo me enorgullece, ladramos y hablamos, corremos, paramos, nos sentamos y compartimos “aquellas pequeñas cosas”, como dice la canción, que nos unen.

Esas salidas las aprovecho para marcar mi espacio, y conocer los mensajes que otros camaradas me dejaron a su paso, así es como nos comunicamos, sobre todo por los olores; esas son nuestras redesperrunas.

La “perritarjeta” más conocida es la orina; apenas salgo de la casa me arrimo a un árbol, poste, muro o barrotes, y levanto la pata lo más alto que puedo para dejar un buen chorro, o una gotas, ya que puedo graduar la cantidad necesaria.

Ahí queda el recado húmedo: quién soy, tamaño, estado de ánimo, la cantidad de veces que paso por ahí, y si soy un residente o un visitante.

La otra indicación son mis heces; como quedan a ras del suelo, una vez que termino -y antes de que las recojan para desecharlas- escarbo fuerte con mis patas traseras para esparcir el olor.

Y para reafirmar mi presencia en el sitio me siento y restriego el trasero, ahí tengo unas glándulas odoríferas, cuyas señales son inconfundibles.

Salir a caminar es una experiencia enriquecedora; intercambio información, me entero de las noticaninas y dejo este aviso: ¡Este campo es mío!

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