Preguntamos por Rocco. Ya “descansó”, dijo el señor que lo sacaba a caminar. Solía andar muy despacio, arrastrando las huellas. Tenía 16 años, una edad avanzada para un Beagle.
Lo vi desde arriba. Clavé con firmeza mis patas en esas gradas que se mueven solas, y uno siente que se va de cabeza. Bajé; me acerqué, parecía de verdad; lo olí, le di una vuelta, como no se movió, lo oriné.
Estaba en un bosque de bambúes, y de pronto, un viejo con barba, vestido con una túnica roja y un saco amarillo a la espalda intentó agarrarme de una pata.
Con estos vientos y fríos paso debajo de las cobijas. Aprovecho el día para masticar algunas ideas; veo la tele y -cuando escucho a los sapiens- reafirmo la inteligencia de los caninos.
Estaba en lo alto del parque y pensé en el buen trato que recibo. Mi manada humana me quiere, consiente y -para ser sincero- a veces abuso. Lo hago de buen instinto, los Schnauzer somos desconfiados; no cualquiera nos cae en gracia.
Los caninos somos animales de costumbres. Eso dicen los humanos de nosotros, pero antes de juzgarnos deberían observar como tienden a repetir lo mismo, en especial cada fin de ese ciclo que ellos llaman año.
Nos fuimos de vacaciones en manada. Me refiero a mi familia perruna; decidimos pasar las fiestas navideñas en una casita de playa, en Esterillos; escuché una vez a Mi Amigo hablar de este lugar tan hermoso.
Estas noches de diciembre están frías y ventosas. Así que me abrigué y nos fuimos al Festival de La Luz; nunca había visto algo semejante, por el colorido, la música y las felices familias humanas.
“Quiero llegar a mi casa y estar con mis perros”. Mi conocimiento de fútbol es poco, pero entiendo bien el lazo entre caninos y humanos; por eso comprendo el deseo de Luis Enrique -entrenador español- por estar con sus perriamigos.
Una mañana de estas llegó un tipo y miró a través de la verja. Yo estaba en el jardín, calentándome los huesos con el calorcito veraniego; lo olí, lo vi, lo sentí y me puse furioso. Ladré, brinqué y corrí para que salieran a ver qué ocurría.