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Salud, divino tesoro

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Argos, de la casa de Ulises

Cuando la pedrada está pal´perro, ni quitándose el tiro. Eso repite Mi Amigo, ante lo inevitable. Pero, a veces, no entiendo a los humanos, con sus extrañas frases.

La cuestión es que caí enfermo, yo que presumía de una salud de hierro y de tener -en lugar de barriga- un horno industrial, capaz de procesar desde una punta de tortilla con queso, hasta el hueso de una sabrosa chuleta ahumada.

Ese día acompañé a Mi Amigo al trabajo, iba bien acomodado en mi asiento de copiloto y -de pronto- sentí un mareo; apenas tuve chance de pararme y vomité… pueden imaginar encima de quién.

Regresé a la casa y me recosté en el piso, para recibir el sol y recuperarme, pero todo comenzó a girar -como cuando intento morderme la cola y doy vueltas- y ¡zas!, escupí un líquido verde, parecía la sangre de Hulk.

A partir de ese momento quedé en observación, cero comida, solo agua y nada de golosinas ni premios; aún así, tuve fuerzas para salir a pasear y ladrarle a varios perrotes que encontré en el camino.

Ladré para mis adentros: comí mucha tortilla con queso -esa delicia de La Feria-; me excedí con la sopa de menudos de pollo; quizás la carne molida; o tal vez abusé de los restos de pan del desayuno.

Al caer la tarde sentía retortijones, tenía la barriga inflada por los gases y no podía estar acostado.

Si bien los caninos aguantamos mucho dolor, Mi Amigo me vio la cara desencajada y salimos disparados -aunque yo iba alzado- al lugar que me da más miedo, después de la peluquería: ¡La veterinaria! Aunque ahí me tratan de maravilla y -lo mejor- me curan.

De una vez nos atendió la doctora Raquel, siempre atenta, cariñosa y profesional. Sobre una mesa metálica, sin decir  ¡agua va! me metierooooon un termóooometro por el trasero. ¡Uffff!!!

Después vino lo peor. Intenté escurrirme para evitar el pinchazo; me sujetaron y me pusieron cuatro inyecciones; la última me hizo pegar un alarido, no tanto por el dolor, si no por el rabión. Todo sea por la salud, me consolaron.

El diagnóstico fue algo parecido a la “colitis” humana; no padezco de ansiedad, ni tensión, solo me altero cuando alguien entra en mi territorio y ladro como un trastornado.

Debí descansar una semana, comer solo concentrado, tomar probióticos y mucha agua fresca.

Por dicha ya estoy “de a tiro” y lo celebré con Mi Amigo silbando “Martha, my dear”, la canción que Paul McCartney compuso para su perrita de raza boabdil -la primera que tuvo cuando era joven- y por quien sentía un amor platónico.            

Sobre el escritorio, desde donde veo pasar el mundo por la ventana, aullo parte de la letra: “Tu y yo sabíamos que éramos el uno para el otro.”

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