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viernes, abril 26, 2024
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Quietud, lentitud y plenitud

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Vivimos aturdidos. Mensajes, palabras, sonidos, videos, más de seis mil impactos diarios; uno cada diez segundos, machacan nuestros sentidos, sin chance para digerirlos y sin que podamos masticarlos.

Necesitamos silencio para pensar, para procesar internamente toda la información recibida del mundo exterior y apaciguar a “la loca de la casa”, como  llamaba Santa Teresa de Ávila a la imaginación.

Algunos expertos afirman que el 92 por ciento de lo que imaginamos, nunca ocurre; y reaccionamos ante situaciones que solo suceden en nuestra mente y no en la vida real.

Silenciar a la imaginación es detener los falsos idealismos, dejar de construir castillos en el aire, sin fundamento lógico ni real; es acallar las actitudes egoístas, que buscan alcanzar lo que los demás son, en vez de luchar por lo que uno es.

Estamos sometidos a la dictadura de la acción, lo que ciertos filósofos contemporáneos llaman la “turbotemporalidad”, el culto al instante, a la foto de Instagram, en la cual inmortalizamos -en la red- la sonrisa de la felicidad.

La hiperactividad nos lleva a vivir acelerados, porque debemos de cumplir con un “chek list”, una cantidad de dosis de “experiencias” sin las cuales la existencia carecería de sentido.

Consumir el último modelo de aparato electrónico, conocer el sitio de moda, ir a clases de yoga, “mindfulness”, pasar de ser depredadores carnívoros a unos pacíficos “veganos”, y anunciarlo –urbi et orbi– en nuestras redes.

El tiempo apremia, porque tenemos fecha de caducidad, y estamos condenados a nunca detenernos, a empujar la piedra hacia arriba de la colina, en una tarea sin sentido, como en el Mito de Sísifo.

Veamos nuestra vida cotidiana: salto de la cama con rapidez; en un santiamén debo de estar listo para salir en carrera; desayuno con prisa lo que encuentro a mano, y comienzo el día como si fuera una carrera de obstáculos.

Dejamos de estar en el presente, para situarnos en el futuro, en la tarea próxima, en el minuto siguiente adonde el reloj nos lleva, para estar ahí, sin haber pasado por “aquí.”

Ir despacio nos permite conocernos, y eso genera mucho temor y nerviosismo, porque estamos acostumbrados a la zozobra interior y a llenar el silencio, con el ruido de la hojarasca del mundo.

Parar oírnos debemos hablar bajo y contener las ganas de hablar; suplantar la idea del pensamiento y de la acción, por el de la contemplación y la pasión. El mundo está ahí para verlo y sentirlo.

¿Qué sucede cuando callamos el frenesí y habla el silencio? Comenzamos a escucharnos y prestamos atención a nosotros mismos: ¡Pensamos!

Seremos como el bambú, cuyas raíces duran siete años en aferrarse a la tierra, hasta que brota el primer retoño y en seis meses alcanza 30 metros de alto.

Una vez en silencio podemos reflexionar sobre el modelo de vida que llevamos, desde nuestra propia circunstancia.

Aprender a pensar parece fácil, pero es un camino sin atajos; es atreverse a saber. Una vida sin examen, no merece ser vivida.

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