No quiero ser ave de mal agüero pero la muerte podría sorprendernos a la vuelta de la esquina. Desde luego, es mi deseo que su vida se proyecte hasta donde la longevidad le dé respiro.
En el ínterin, tanto usted como yo, deambulamos por este mundo construyendo sueños y frustraciones, evadiendo la cruda realidad de ese desenlace irremediable.
Hoy, como ciudadanos de universalizados por la Internet, muchas de nuestras experiencias de vida se cuelgan en las redes sociales de nuestra preferencia. En ellas se despliegan las fotos de nuestros “selfis”, los registros de nuestros encuentros sociales, las imágenes de llegadas y despedidas, las visitas a sitios turísticos del terruño y de los viajes soñados a tierras lejanas.
Todo este preámbulo para reflexionar sobre cómo las nuevas tecnologías de la comunicación nos enfrentan a un mundo pletórico de interacción social de alcances globales. En los últimos 20 años, con la llegada de los teléfonos inteligentes y sus acompañantes las redes sociales, se ha construido una realidad paralela, independiente a nuestra memoria sensorial y documental. Hemos ido poco a poco configurando una identidad digital y virtual que nos pone a las puertas del llamado “metaverso”; ese universo transaccional de identidades digitales apenas aprehensible para nuestra imaginación.
Sin haber siquiera digerido nuestra “ciudadanía 2.0” resulta que ahora debemos prepararnos para administrar el otro “yo”, ese yo con autonomía digital, capaz de dialogar y emprender interacciones virtuales de muy diversa índole.
Mientras digerimos tales retos, les prepongo que hagamos algo con la llamada herencia digital; es decir, con todo aquello que durante estos años hemos producido en formatos digitales y que al cabo de nuestra vida serían parte de lo que los expertos denominan como nuestro “patrimonio digital”.
¿A qué nos referimos? Dependiendo de las actividades socio económicas esto involucraría administrar el álbum digital de fotos personal y familiar, los correos electrónicos, los activos financieros en línea (cuentas bancarias, inversiones, etc.) o por ejemplo los derechos sobre obras sujetas a propiedad intelectual.
Esos bienes digitales deberíamos incorporarlos al testamento para que los herederos puedan tener acceso a esa valiosa información. La herencia digital es la sucesión de los archivos, contenidos e información del fallecido en formato electrónico.
Los alcances testamentarios del patrimonio digital hay que establecerlos justo ahora que estamos “desenterrados”, como diría Ramón Gómez de la Serna. De lo contrario, esos registros de información quedarían a la deriva, sin contención, algo similar a dejar nuestras “almas digitales” en un verdadero “limbo binario.”
Controlar nuestra herencia digital después de nuestra partida no es mala idea; es hacer valer nuestra voluntad con respecto a los bienes y servicios digitales de nuestra propiedad.
Una buena práctica es sugerir al testador guarde a buen recaudo las contraseñas y dejar claro cuáles bienes del patrimonio digital desea gestionar en su testamento digital. El nombramiento de un “albacea digital” parece una recomendación muy plausible en este tránsito terrenal.
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excelente artículo
tenemos mucha información digital q deberíamos trasladarla a nuestros beneficiario para futuros trámites y reclamos
es bueno pensar en esto para el bien de la familia
saludos