Imagen por PIERRE VERDY
El tamaño sí importa. 34 centímetros. Esa medida tambaleó al mundo, y subió la temperatura, más que el cambio climático. Hasta el venerable Padre Pío, prohibió a las mujeres confesarse ataviadas con esa prenda satánica.
Si la literata George Sand escandalizó a la sociedad por vestir pantalones; y a la pintora Rosa Bonheur, la arrestaron por usar el pelo “licenciosamente corto”, allá por el siglo 19; a Mary Quant casi la queman, por inventar la minifalda.
Los exégetas de la moda siguen sin llegar a un acuerdo sobre la paternidad, o la maternidad de esa falda; algunos se la atribuyen a André Courrèges, pero la mayoría coincide en darle el mérito a Mary Quant.
Y, justo este jueves 13 de abril, ella murió a los 93 años. Si los diseñadores de moda van al cielo, es probable que Mary haya entrado ahí…¡En minifalda!
En este impúdico siglo 21, apenas podemos calibrar el cataclismo que ocasionó Quant -a mediados de los años 60-, con su infernal propuesta, de elevar el dobladillo de la falda femenina, al menos seis pulgadas para arriba de la rodilla.
Todo lo contrario a este consejo eclesiástico: “Por deseo explícito del Padre Pío, las mujeres deben entrar en su confesionario usando faldas que lleguen por lo menos ocho pulgadas -18 cm- por debajo de las rodillas”.
“Antes de Mary, no había ropa moderna para las jóvenes, todas teníamos que vestir como nuestras madres”, relató a Vogue, la modelo Twiggy, musa de Quant y percha humana, de sus atrevidas creaciones textiles.
Con apenas 16 años Twiggy pesaba 40 kilos; comparada con las turgentes modelos actuales, era un saco de piel y huesos; aún así, causó sensación con su estilo juvenil, desgarbada y un corte de pelo andrógino.
Un carro, una idea
La modista, quien recibió la Orden del Imperio Británico, nació el 11 de febrero de 1930, en Blackheath, un poblado al sureste de Londres; en el seno del hogar formado por dos maestros galeses: Jack Quant y Mildred G. Jones.
Dicen que a los seis años, molesta por los vestiditos de las niñas, decidió arreglar su vestuario, para lucir más infantil y no como una “aseñorada” chiquita.
Con poco más de 20 años se graduó en Educación Artística, en Goldsmiths College, donde conoció a su futuro marido, Alexander Plunket Greene, con quien hizo yunta para varios negocios, y establecer su marca personal.
Antes de diseñar su propio closet trabajó como aprendiz, en el taller de un sombrerero; a los 25 años abrió la célebre tienda “Bazzar”, en Kings Road, un barrio londinense de Chelsea, que sería sitio de peregrinación mundial.
Corrían vientos de cambio. La juventud deseaba separarse de sus abuelos y padres, culpables de medio siglo de guerras sangrientas, y de las mayores atrocidades cometidas a lo largo de la historia.
Los “boomers” -nacidos allá por 1946- no serían como sus anticuados progenitores; lo gritaron a los cuatro vientos, y exhibieron sin recato la marca de Caín que los diferenciaba de esa generación arcaica: la edad.
De pronto, las calles se convirtieron en una explosión de colores, texturas y siluetas; era como una vuelta a la infancia, y eso lo captó Mary al ver pasar frente a su ventana, jóvenes rebeldes, en busca de libertad.
Al local de King´s Road acudían adolescentes hambrientas de nuevos sonidos, otras formas de expresarse mediante la ropa, y Bazaar les ofrecía atuendos de colores vivos y cortes geométricos, acordes con ese estilo personal.
Sus diseños atrevidos, medias de nylon, prendas multicolores y accesorios extravagantes desafiaron la moda majestuosa de la alta costura, inaccesible a las muchachas, reacios a seguir las tendencias maternas y las reglas convencionales.
Fue así como el 10 de julio de 1964, la londinense presentó su propuesta de verano -en un desfile de modas- basada en una falda mini, que dejaba al descubierto, libres de toda atadura burguesa, a los muslos.
La minifalda irrumpió veloz, centelleante y sobre todo pequeña, exigua, milimétrica, tanto, como el carro que tanto le gustaba a Mary: el Minicooper.
“El miniauto combinaba perfecto con la minifalda; hacía todo lo que uno quería, se veía genial, era optimista, exuberante, joven, coqueto…todo en su justa medida”, opinó Quant, al recordar la idea que inspiró aquella prenda apocalíptica.
Símbolo de libertad
El éxito de la minifalda radicó en los anatemas lanzados por el Vaticano, las restricciones de algunos colegios ingleses a sus alumnas y -por supuesto- la policía, que llegó a detener a las jovencitas por incitar -y excitar- a los machos.
Un periódico francés, en 1967, publicó: “La policía de París ha reaccionado oficialmente contra las minifaldas. Estas atraen a los desequilibrados, y se les considera responsables del aumento de violencias de orden sexual”.
La imaginación de Mary no tenía límites, y el negocio crecía, en proporción inversa al tamaño de sus minifaldas, que en 1964 llegaron a medir ¡34 cms!, había servilletas más grandes en los restaurantes.
Frente a la tienda había filas diarias de jovencitas, histéricas por comprar los impermeables de plástico, los suéters apretados que moldeaban los pechos, las medias panty de todo los colores, lencería, paraguas y zapatos.
Y, para calentar más los ánimos de sus detractores, desarrolló una línea de cosméticos que la enriqueció; años más tarde la vendió a los japoneses.
Inventó un esmalte para uñas color azul, un delineador de ojos plateado y declaró la guerra mundial al “buen gusto”, porque según ella: “la vida estaba en lo vulgar”.
Pero Mary tenía guardada un arma de destrucción masiva y la lanzó a fines de los años 60, cuando inventó los “hot pants”; los pantaloncitos calientes fueron -en plena Guerra Fría- algo así como la bomba de hidrógeno.
Los años calmaron sus ímpetus; su único hijo -Orlando- le dio a Lucas, su adorado nietecito, y desde los 70 años se dedicó a dar consultorías desde su casa campestre en Londres.
Conservó siempre el corte de pelo que -en su juventud- le hacía el estilista Vidal Sasoon; geométrico, con puntas, sobrio, ajustado a la cara, andrógino, inspiraba dulzura y fue el emblema de la cultura pop.
A su manera, Mary Quant lideró las ideas de las jóvenes de la clase obrera, rebeldes contra el destino que les imponía la sociedad patriarcal, ellas tomaban la píldora, estudiaban, trabajaban y decían qué hacer con su vida.
Eran mujeres que bailaban, salían, corrían y cuando lucían su minifalda, les valía un rábano escuchar: “¡Vete y vístete!”
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