Argos, de la casa de Ulises
Me acerco lentamente a su silla, me quedo estático a unos centímetros de él, abro los ojos -lo más grande que puedo, porque no tengo fondo blanco-, evito pestañear, si es necesario jadeo y él entiende: ¡Vamos a la calle!
Con excepción de los recién nacidos -y los simios del zoológico- los caninos somos expertos en el arte de la persuasión, interpretar los gestos, posturas, ademanes y sonidos humanos.
Aunque dormito la mayor parte del día, siempre estoy atento a todo lo que entra en mi radar sensitivo; aparte de mirar, lo que hago es escudriñar, tomo nota mental y archivo datos en mi memoria de corto y largo plazo.
Mis ojos transmiten emociones y cuando él los fija en los míos, su cerebro segrega las cuatro hormonas del placer; y siente satisfacción al verme. Por eso, siempre logro mi objetivo: dormir, comer, salir, una golosina, unas caricias…
Los caninos miramos a las personas de manera muy particular. Es falso que lo hacemos por miedo, hambre o para evadir ataques de otros animales no humanos.
Siempre estoy atento, con la mirada, a la ubicación de mi amigo, a los sutiles movimientos de su cuerpo, a su estado de ánimo y, especialmente, a su rostro. Eso me permite interpretar sus sentimientos.
En eso nos parecemos mucho a los niños, aprendemos a fijar la vista en los puntos relevantes del medio que nos rodea, porque eso nos ayuda a sobrevivir y llamar la atención sobre nuestras necesidades.
Para mí ver es algo más, es observar.