El hombre nació libre y en todas partes está encadenado. Lo dijo Rousseau, en las primeras líneas del Contrato Social, un explosivo manifiesto por la libertad humana, que también encendió la mecha de la Revolución Francesa, en 1789.
La libertad de elegir fue el tema de las discusiones mediático-políticas en Costa Rica, en torno a la decisión individual de escoger entre usar o no cubrebocas o vacunarse. El asunto despertó pasiones entre galgos y podencos.
Pedirle a un costarricense que ejerza su libertad -como si fuera un inglés- es atacar de frente su idiosincrasia, basada en nunca decir un sí o un no; a lo mucho “tal vez”, “quien sabe”, “podría ser”, “ya veremos”.
Hace unos 33 años, el 28 de octubre de 1989 en el Teatro Nacional, los ticos recibieron un piropo histórico, en boca del presidente uruguayo Julio María Sanguinetti.
“Donde haya un costarricense, esté donde esté, hay libertad”. Siento que la frase está inspirada en el Discurso Fúnebre de Pericles, pronunciado en el año 431 a.C., en el cementerio del Cerámico, en Atenas.
El mensaje de Pericles, recogido por el historiador Tucídides, es una exaltación al poder de la ciudad y de la libertad de que disfrutan los ciudadanos, quienes a su vez viven con un profundo respeto por el imperio de la ley.
Más allá de diletantismos, por alguna arcana razón el tico siempre hace lo contrario de lo solicitado, tal vez porque dentro de cada uno de nosotros anida un campesino desconfiado.
Tras dos años vividos casi bajo arresto domiciliario, y limitados por los efectos sanitarios, económicos, políticos y psicológicos derivados de la pandemia, era de esperar que el anuncio de “¡Fuera mascarillas!” desatara la locura nacional.
Pero el destape tico se encebó. Al revés, como disciplinados japoneses seguimos usando tapabocas, nos lavamos las manos a la entrada de los negocios donde aún subsisten los lavatorios y procuramos higienizar el sitio que ocupamos.
Podríamos filosofar sobre esa conducta extraña en un pueblo anárquico por naturaleza; acostumbrado a evadir sus deberes por nimios que sean, basado en aquello de que todos somos igualiticos y el “m’porta a mi”.
La gran mayoría de costarricenses sigue usando mascarillas porque en el fondo de su ser vive un Tío Conejo, jugado y confisgado, quien desconfía de lo que pueda suceder si deja de lado ese objeto protector.
Fiel a su estilo esperará agazapado a que se aclaren los nublados del día, y poco a poco asimilará las nuevas disposiciones, dará tiempo a que el país vuelva a la normalidad y seguirá su vida, sin contratiempos ni discusiones banales.
Al costarricense le gusta vivir y dejar vivir; no le gusta que le impongan yugos; entiende cuando debe “ponerse serio” y sabe que mejor “no jugársela.”