Argos, de la Casa de Ulises
Aclaro que no soy “canático” de ningún equipo, veo con mi manada los partidos, pero no le ladro a uno en particular; cuando era cachorro me vestían con una camiseta de los Cowboys, de Dallas, pero era fútbol americano, no el nuestro.
Por eso me entusiasmé mucho cuando escuché que íbamos a una “mejenga”, como dicen los humanos; aunque parezca un juego, para ellos es una batalla, corren de un lado a otro detrás de una bola, gritan, discuten y se enojan.
La mañana soleada prometía un buen ambiente para que los “fiebres” quemaran ansias, antes de la Gran Final del campeonato; nunca he ido a un estadio, porque en la tele se ve espectacular, y -la verdad- estoy más cómodo en mi cama.
Algunos camaradas disfrutan de perseguir las bolas, sin importar el tamaño; incluso pueden patearlas o morderlas, hasta estallarlas, y después les quedan pegadas entres los colmillos, y es difícil sacárselas.
El fútbol es un deporte, pero algunas personas son muy apasionadas y pierden el control emocional o racional si su divisa pierde; no veo motivo para enojarse, es un juego y todo puede pasar, menos que los dos ganen.
Mientras los sapiens intentaban hacer florituras con la bola, se gritaban unos a otros, reclamaban y liberaban tensiones, mejor hice una siesta sobre una banqueta, y después me revolqué entre la hierba.
Los olores fuertes y descompuestos me encantan, así que terminé oliendo a zorrillo, y apenas llegué a la casa pasé directo al baño; me acosté en mi paño favorito a recibir sol y secarme.
Reflexioné sobre los cuidados que deben tener los humanos en esas tardes o noches de fútbol, sobre todo con nosotros, porque en medio de la algarabía casera, se olvidan que todo lo observamos y reaccionamos.
Nuestro organismo es diferente; a veces dejan en el suelo bebidas gaseosas -que tienen exceso de azúcar-, o residuos de licores, y en un descuido podemos chupar los restos, y eso nos daña los riñones.
Ni hablar de los aderezos como guacamole, chiles, salsas, papas fritas, restos de pizzas o hamburguesas; esos olores son adictivos y mientras celebran un gol, les damos un ñangazo y al buche.
Además está el ruido, que nos altera. Entiendo que la manada se convierte en jauría cuando hay penal, tiro libre o una jugada peligrosa, y los gritos, música, aplausos, pisotones nos ponen ansiosos, y nos escondemos.
Fuera de la comida y el sonido, a veces lo peor son los insultos y maldiciones, si el juego no resulta como el humano quería, eso genera mucha frustración y si no se sabe controlar, salimos rascando.
Los caninos somos expertos en leer el lenguaje corporal, captamos los cambios emocionales, y si alguien de la manada gesticula fuerte -enojado o feliz- lanza alaridos al árbitro y patalea, nosotros ladramos y aullamos.
Jugar es divertido; al final solo importa que la manada la pasó bien, ganar o perder no tiene porque hacernos sentir bien o mal, igual hay que seguir viviendo.
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