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Cuando abrió los ojos creyó que estaba muerto. Una mujer estaba inclinada a su lado; le vendó la pierna destrozada por una granada y le dio un jarabe, para calmar el dolor. Lo sacaron de la batalla en un desvencijado carromato.
Durante la Guerra de Secesión -entre los estados del norte y los del sur, en Estados Unidos, de 1861 a 1865- ninguna mujer podía estar en medio del conflicto; sugerir esa idea horrorizaba a los oficiales al mando.
A Clara Barton (1821-1912) eso le valía un cuerno. Menuda, delgada, bajita, tímida, imaginativa y sensible, parecía la persona menos indicada para la tarea que deseaba: atender a los soldados heridos en aquel conflicto fratricida.
En su familia aprendió a cuidar pacientes, sobre todo a su hermano David, quien a los once años sufrió un grave accidente. Los relatos de su padre -Stephen- un viejo capitán, le enseñaron la crudeza de la guerra y las penurias de la milicia.
Su madre, Sarah, la preparó para tomar decisiones equilibradas, con sentido común, y encontrar soluciones pragmáticas, cuando se carece de todo.
Un día recibió este consejo paterno: “Como patriota, me aconsejó servir a mi país con todo lo que tenía, incluso con mi vida si fuera necesario; me pidió consolar a los afligidos; como cristiana, me encargó honrar a Dios y amar a la humanidad.”
Apenas estalló el conflicto presionó a la burocracia militar y obtuvo un salvoconducto para atender a los heridos; con el dinero de su herencia compró medicamentos, equipos de primeros auxilios, tiendas, camillas y varios carruajes.
La joven introvertida se transformó en una mujer decidida, que no retrocedía ante nada ni nadie, porque tenía independencia de espíritu y creía estar imbuida de un mandato divino para cumplir su misión en la vida.
Concluida la guerra, y a petición del Presidente Abraham Lincoln, decidió investigar la suerte de 80 mil personas desaparecidas en el conflicto. A esto consagró sus días, sin el apoyo del gobierno, tras el asesinato del Mandatario.
Todavía el destino le planteó otro reto. Viajó a Suiza, por consejo médico, y ahí conoció la Cruz Roja, fundada por Jean Henry Dunant, y vivió los horrores de la guerra franco-prusiana, en 1870, que hundió el imperio de Napoleón III.
Regresó a Estados Unidos y convenció a las autoridades para incorporar ese país a la nueva organización, aportar dinero y provisiones médicas. Pero logró algo más, extender la ayuda a todo tipo de tragedias.
“Hay otras calamidades que afligen a la humanidad. Terremotos, inundaciones, incendios forestales, tornados. Estos desastres atacan de repente, matando e hiriendo a mucha gente, dejando a otros sin alimento y hogar.”
Clara Barton destacó como lidereza del movimiento sufragista en Estados Unidos; peleó por la abolición de la esclavitud y promovió la educación de las mujeres, para liberarlas del yugo doméstico.
El valor, el amor y la caridad de Clara la recordarán por siempre como una de las grandes pioneras de la filantropía, y el Ángel del Campo de Batalla.
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