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“No hay deber más necesario, que el de dar las gracias.” Lo dijo Marco Tulio Cicerón (106 a.C.-43 a.C), el Príncipe de los Oradores, como solían llamar -en los últimos años de la República romana- al Padre de la Patria.
En el lenguaje popular decimos: “Es de bien nacidos, ser agradecidos”. Recibimos tantos favores al día, y son tan pocos los que reconocemos. Nacer es inmerecido, y debemos agradecer por la dicha de vivir.
Somos hijos de la cultura romana; tanto, que si regresáramos al siglo I de la era cristiana, y pasáramos un día en Roma, salvo por la vestimenta y la tecnología, todo lo demás sería parecido a lo que tenemos en el siglo 21.
Los romanos fueron -de los primeros- en establecer las llamadas normas de urbanidad, palabra derivada de “urbanitas”, para describir la buena educación en la vida cotidiana, concretamente en la urbe, donde era necesario ser refinado.
A ellos debemos el término “gratia”, y la frase “dar las gracias”, deriva de la expresión latina “agere gratias”. Los griegos -tan fantasiosos- tenían sus Tres Gracias, una trinidad de diosas asociadas al resplandor, la alegría y el florecer.
Más allá de todas las diferencias que nos dividen, el agradecimiento es un hilo mágico que ha unido a la humanidad, desde tiempos inmemoriales; porque no cuesta dar las gracias, tampoco se necesita saber, ni pedir permiso para otorgarlas.
En casi todas las lenguas hay palabras para decir “gracias”, como un gesto de alabanza hacia las personas o las divinidades; Homero, en sus obras La Ilíada y La Odisea, utiliza ocho veces el término.
Tal vez, en esta sociedad tan ajetreada e individualista, olvidamos ser agradecidos, y damos todo por sentado, como si los demás tuvieran alguna obligación con nosotros.
Hasta el mismo Jesucristo se entristeció, porque de diez leprosos que curó, solo uno se devolvió a darle las gracias.
El famoso escritor inglés Arnold Bennett (1867-1931) tenía un editor que se vanagloriaba de la eficiencia de su secretaria. Un día, el literato lo visitó y aprovechó para averiguar si era cierto, lo que proclamaba el empresario.
“Su patrón asegura que Usted es muy eficiente. ¿Cuál es su secreto?”. Ella le contestó: “No es mi secreto, es el de él. Cada vez que yo le presto un servicio, por pequeño que sea, él me lo agradece. Por eso me esmero en mi trabajo.”
Bastan esas siete letras para abrir todas las puertas, y pintar sonrisas en un rostro adusto; hacerle ver a los otros que recibimos con gratitud, las molestias que se toman por uno.
El moralista francés del siglo 17, Jean de La Bruyére, decía: “Sólo un exceso es recomendable en el mundo: el exceso de gratitud”.
Pero no hay que ser un filósofo, ni un “socialité” -como dicen ahora- tampoco saber de memoria el Manual de Carreño, para dar las gracias, y hacerle a los demás la vida más amable.
Basta recordar el sencillo consejo materno: “¿Cómo se dice?”. “Gracias”.
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