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jueves, noviembre 21, 2024
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La canción de los libros

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Leemos para sentir que no estamos solos. Alejandro Magno, el más grande conquistador, dormía con un puñal debajo de almohada y un libro: La llíada, de Homero.

Dicen que Marco Antonio, el general romano que pretendió gobernar el mundo de su época, para alcanzar el amor de Cleopatra, una noche le llevó un regalo fabuloso: 200 mil volúmenes para la Biblioteca de Alejandría.

¿Por qué  aquellos cavernícolas, de hace 25 mil o 35 mil años, pintaron en el fondo de las cuevas figuras de animales y los firmaban con sus manos, la mayoría de mujeres?

Una fuerza misteriosa surge dentro de cada persona y la conduce a escribir o a leer un libro; a compartir en solitario vivencias íntimas, experiencias, conocimientos, sentimientos, fantasías y realidades.

Aunque internet sea la gran amenaza a los textos impresos, y otros alcen la voz, porque se requiere un árbol para imprimir 33 libros, cada año se imprimen más de estos, contrario al vaticinio de que estaban condenados a muerte.

En España, el año pasado, el mercado creció 44 por ciento con respecto al 2020; en Francia un 43,4; en Italia un 36,9; en Bélgica un 25 y en Portugal un 18 por ciento.

Los datos del proyecto Google Books, dedicado a digitalizar todos los libros existentes para crear una biblioteca digital, disponible para todos los ciudadanos del planeta, indica que hay 170 millones de libros, sin las reproducciones.

El libro superó la prueba del tiempo, demostró ser un gran maratonista y sobrevivió a todas las civilizaciones; al fuego de la ignorancia de mentes ardientes, que buscaron la fama con la destrucción del conocimiento.

Como Heróstrato, un pastor de Éfeso, quien el 21 de julio del 356 a.C incendió el templo de Artemisa, una de las siete maravillas de la antigüedad, y arrasó con el rollo de papiro donde Heráclito escribió sus pensamientos filosóficos.

Cada nuevo artilugio electrónico proclama la muerte del anterior; el DVD suplantó al VHS -esas películas se tasan hoy en 10 mil dólares-; la tablet a las computadoras personales, Instagram a las fotos impresas y así por el estilo.

Y el libro sigue ahí. No importa el formato, porque no requiere baterías, ni conexión a la red, ni se apaga nunca, y el cerebro tiene la capacidad de rastrear la línea donde quedó la lectura, no así con un texto digitalizado.

Todavía podemos leer los mensajes visuales, expresados en las 73 pinturas rupestres de la cueva de Leang Tedongnge, al sur de la isla de Célebes, que datan de hace 45,500 años; pero es difícil escuchar un viejo casette de hace 50 años.

Como si fueran un soplo de aire, que nos llega del más remoto pasado, las palabras impresas flotan sobre nosotros, nos cuentan historias reales y ficticias, ordenan nuestro caos y arañan la dura roca de nuestra ignorancia.

La vida habrá válido la pena, si pudimos tener un viejo vino que beber, un viejo amigo con quien hablar y un viejo libro que leer.

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