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jueves, noviembre 21, 2024
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El perro y el libro son los mejores amigos

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Argos, de la casa de Ulises

En la imagen: Argos, el perro de Odiseo, fue el único que lo reconoció a su regreso.

Pocas veces lo he visto tan enojado como cuando mastiqué la portada de “Farenheit 451”, que sabía a diablos, y fue más por curiosidad que por gustos intelectuales.

Tirado en el sofá, veo la biblioteca y recuerdo que el 23 de abril los humanos celebran desde 1995, el Día Internacional del Libro, pues coincidía con la muerte de tres grandes literatos, según la UNESCO:

Ni idea tengo de quienes fueron pero una vez escuché decir que se trataba de un tal Miguel de Cervantes, Garcilaso de la Vega y un inglés, William Shakespeare.

Ese Cervantes escribió una novela llamada “El coloquio de los perros” y dos parientes míos entablan una animalada tertulia. Cipión y Berganza, ladran sus desvelos mientras esperan a sus amos en el Hospital de la Resurrección, en Valladolid.

En cuanto a William, así en confianza, me dijeron que este menciona en sus obras 200 veces la palabra perro.

Siempre lo hace de manera despectiva, porque nos relaciona con los peores defectos humanos, como en Julio César. Tras su asesinato Marco Antonio ordena: “Grita Havoc y suelta los perros de la guerra.” Havoc era un militar que permitía el pillaje y los abusos.

Sobre Garcilaso mi amigo recitaba el poema “A la entrada de un valle, en un desierto” donde un perro lloraba con dolor la ausencia de su amo: “camina, vuela, para y todavía quedaba desmayado como muerto.”

La lealtad y el agradecimiento son cualidades difíciles de hallar en los bípedos humanos; por eso los escritores las reflejan y exaltan en nosotros, que como decía Mark Twain: Si al cielo se entra por méritos, los perros irán de primero.

Puesto a olfatear en los estantes huelo algunos libros con protagonistas peludos: Colmillo Blanco, de Jack London; el perro lobo salvaje que supera una pelea perruna y después se convierte en héroe.

A mí me da horror aquella bestia negra, de mandíbula enorme, dientes afilados, alaridos penetrantes que Arthur Conan Doyle creó para El mastín de los Baskerville.

Los hay más encantadores; me refiero a Sharik, un amigo callejero concebido por la imaginación de Mijail Bulgákov, en Corazón de Perro.

Resulta que un cirujano loco lo convierte en humano, mediante una serie de implantes, solo que este desarrolla un comportamiento desastroso. Es una crítica severa al comunismo y al narcisismo del nuevo hombre soviético.

Si se trata de locuras nada como Canis Novus, de Naief Yehya. En esa novela un programa oficial obliga a que los perros sean sustituidos por androides caninos, animados por inteligencia artificial. Algo así como un iCan.

En las noches me hago un rollo debajo de las cobijas cuando pienso en Cujo, el San Bernardo rabioso, de la novela de Stephen King, que acosa a una madre y su hijo dentro de un auto; ni que decir el susto salvaje con Cementerio de Animales, del mismo autor.

La lista de congéneres literarios es inacabable; dicen que comenzó con mi antepasado Argos, el fiel perro de Ulises que murió de la emoción de ver a su amo de nuevo, 20 años después.

En la última vuelta, antes de dormir, evoco a Boatswain, el terranova del poeta Lord Byron, quien murió de rabia y aquél le dedicó este epitafio: “Aquí reposan los restos de un ser que poseyó todas las virtudes de un hombre, y ninguno de sus defectos.”

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