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Deleite, ornamento, capacitación. Esas son las ventajas del estudio, según Francis Bacon (1561-1626); científico, ensayista y político inglés del siglo 16.
En algún momento, desde que cruzamos el umbral de la escuela, hasta que cerramos los ojos sobre una lectura, nos preguntamos: ¿Qué beneficio obtendré de aprender?
A eso respondió Bacon, en uno de sus famosos 58 ensayos, donde abarca temas como la construcción de un palacio o unos jardines, el matrimonio, la soltería, la ira, la envidia, el gobierno… y los estudios.
Ciertos historiadores atribuyen a Bacon la paternidad de la ciencia moderna, por precisar las reglas del método científico experimental; pero es una exageración.
En tiempos de Bacon, España era -por mucho- un centro mundial del conocimiento -por su enorme riqueza y poderío político-.
Protegidos por la Corona, pero en secreto, convivían navegantes, astrónomos, geógrafos, cartógrafos, médicos, naturalistas, artistas, y las mentes más lúcidas, empeñadas en estudiar aquel imperio donde nunca se ponía el sol.
Al margen de esas rivalidades, Bacon consideraba que “los hombres prácticos desdeñan los estudios, los hombres simples los admiran, y los hombres sabios los aprovechan, pues no se dejan limitar por ellos…”
El estudio es como una podadora, sirve para modelar el talento natural de cada individuo; así como un árbol o una planta requiere, que cada cierto tiempo, le quiten las hojas secas, cortar las ramas y darle una forma armoniosa.
Una persona no lee, o estudia, para contradecir a los demás, ni para creer como un fanático, “si no para sopesar y meditar”.
“Algunos libros merecen ser saboreados, otros ser devorados, y unos pocos ser masticados y digeridos; es decir, algunos libros son para leer solo por partes, otros para leer sin concentración excesiva, y unos pocos para leer con atención.”
Estudiar nos permite enfrentar lo que Bacon llamaba los “ídolos”, aquellos obstáculos que impiden -por la debilidad del entendimiento humano- la comprensión y dominio de la naturaleza.
Se trata del ídolo de la tribu, los prejuicios propios de la sociedad y el género humano; los de la caverna, aquellos derivados de la educación y los hábitos personales.
También están los del foro o de la plaza pública, nacidos del uso del lenguaje ambiguo, erróneo o impreciso; y los ídolos del teatro, estos provienen de la falsa filosofía.
“La lectura hace un hombre completo, la conversación un hombre dispuesto, y la escritura un hombre preciso.”
Bacon aseguraba que “Quien no quiere pensar es un fanático; quien no puede pensar es un idiota; quien no se atreve a pensar es un cobarde”.
Saber tanto, puede jugarle una mala pasada incluso a sabios como Bacon. Un día de 1626, nevó en Londres. Francis decidió que la ocasión era propicia para “experimentar” su tesis sobre el frío, y la descomposición de los cadáveres.
Dedicó la tarde a enterrar -entre la nieve- a un pollo muerto. Debido a la helada pescó un resfrío, este pasó a pulmonía, y enfermó gravemente. Murió a los pocos días. Todo por un pollo.
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