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La lealtad debe ser sometida a prueba. En la epopeya hindú Mahabhárata -La gran guerra, que data del siglo III a.C.- se narra la historia del rey Yudisthira y como renunció al cielo, porque no lo dejaban entrar con su perro.
Los caninos tienen mala prensa entre católicos, musulmanes y judíos; no así en culturas como la egipcia o la azteca, que los consideraban seres espirituales, encargados de encaminar el alma de los humanos, en esta vida y en la otra.
Se atribuye a Vyasa esta obra, donde se describe la lucha fratricida entre el linaje de los Bharata -los Pandavas y los Kuravas- por el trono de la dinastía lunar. Es un relato simbólico, para explicar el enfrentamiento entre el bien y el mal.
Los primeros descendían del rey Pandú, casado con la reina Kunti; debido a una maldición divina, el monarca no podía tener hijos y su mujer invocó al dios Lama -el de la religión- y concibió a Yudisthira.
Por el mismo método sagrado Kunti tendría más niños: Bhima, Arjuna, Nakula y Sajádeva. Yudisthira se casó con la princesa Draupadi.
Detalles más, detalles menos, resulta que Yudisthira decidió un día que su deber en la tierra había concluido, miró hacia el sagrado Monte Meru y se encaminó ahí con su esposa y cuatro hermanos, a la Ciudad Celestial.
El camino fue largo, penoso y tan lleno de dificultades que murieron los cuatro príncipes pandavas, y la bella Draupadi; solo quedó Yudisthira, acompañado de un perro.
Al final llegaron a las puertas del cielo, exhaustos y débiles; el último de los pandava pidió humildemente que lo dejaran entrar. Indra, el dios de los Mil Ojos, recibió con un gran estruendo al penitente.
Este no quería ingresar porque no quería disfrutar de las gracias celestiales sin su esposa y hermanos. Indra le dijo: “No temas. Los verás a todos en el cielo. Vinieron antes que tu y ya están aquí”.
Antes de cruzar la puerta hacia la eternidad, Yudisthira hizo una petición final: “Este perro me ha acompañado todo el camino. Siente devoción por mí. ¡No puedo dejarlo fuera, ha demostrado mucha fidelidad! Mi corazón rebosa de amor por él”.
Una cosa piensa el burro, y otra quien lo monta. Indra le dijo que podía poseer la inmortalidad, las riquezas, la gloria, todos los deleites del cielo; bien ganados por cierto, pero debía dejar afuera al can, a fin de cuentas no era pecado.
“¿Adónde irá? Ha renunciado a todo para ser mi compañero. No puedo abandonarlo. No deseo la inmortalidad, si para ello debo deshacerme de alguien que siente devoción por mi.”, clamó Yudisthira, y se devolvió.
En ese momento Indra tronó: “Eres un buen hombre. Serás honrado en el cielo, pues no hay acto que se valore más, ni se recompense mejor, que la compasión por los más humildes.”
Y sucedió un prodigio. El fiel perro se convirtió en Dharma, el dios de la rectitud y la justicia. Ambos entraron al Paraíso.
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