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jueves, noviembre 21, 2024
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Página Negra: El banquero de Dios que pasó por el ojo de una aguja

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Imágenes tomadas de internet


Lo apodaban “El gorila”. A los 47 años, Dios -como en la vocación de San Mateo- lo vio y le dijo: ¡Sígueme! Acató el designio divino. Asumió las riendas del Banco Vaticano, lo ordenó y enriqueció. Olía el dinero como un tiburón la sangre.

El Señor condujo a Paul Marcinkus por senderos extraños. Limpiaba vidrios con su padre -Mykolas- en Chicago, la ciudad de los vientos donde nació, el 15 de enero de 1922, día de San Mauro Abad, el primer discípulo de San Benito de Nursia.

Escaló posiciones en la Babel religiosa, para elevarse desde un humilde sacerdote -ordenado a los 25 años- hasta presidir por 18 años, de 1971 a 1989, el Instituto para las Obras de Religión (IOR).

Esta es la entidad financiera vaticana, adonde llega el dinero de las órdenes religiosas y las diócesis de todo el mundo; y que Marcinkus gobernó con la eficiencia y celo, de los avaros del cuarto círculo del Infierno.

Mientras restregaba ventanas, Marcinkus comprendió que su vida debía ir más allá de ser un simple emigrante lituano, y convenció a su santa madre -Hellen- de su vocación sacerdotal.

Ingresó al seminario y pronto fue un flamante prelado; cursó estudios de derecho canónigo en la Pontificia Universidad Gregoriana, en 1950 se fue a vivir a Roma, para culminar su formación académica.

De la “fábrica de cerebros de la Iglesia” -como algunos le dicen a la Gregoriana- Paul entró en la carrera diplomática, como secretario del Nuncio en Bolivia y Canadá.

Desde lejos parecía un “padre” como cualquier otro. Craso error. Marcinkus pronto se coló en el engranaje de la curia vaticana; haciendo ostentación de lo que los franceses llaman “physique du rol”.

Tenía el don de la interpretación, y de conectar emocionalmente -como un ángel celestial- con los demás, y atraer hacia él la imaginación de quienes le rodeaban.

Era alto -1,91 cm-, guapo, atlético, amante del golf y del fútbol, enérgico, tajante, fumador de puros cubanos, de fino humor, alegre, extrovertido, un “bon vivant”.

De la tierra al cielo

Corría 1959 cuando recaló en Roma. Dicen que el Santo Padre Pablo VI lo apreciaba; circulaba en los pasillos apostólicos el chisme de que salvó la vida del Papa Montini, cuando un pintor boliviano intentó matarlo en un viaje por Filipinas.

Debido a su porte de atlante, el Vicario de Cristo lo nombró su guardaespaldas; aunque pronto fue el organizador de los viajes papales, y traductor al inglés de las obras del Pablo VI y Juan Pablo II.

Si su ascenso era veloz, lo potenció aún más al entroncar con el economista norteamericano David Matthew Kennedy, presidente del Continental Bank of Chicago, y Secretario del Tesoro, durante la presidencia de Richard Nixon.

El emigrante lituano -crecido en el barrio de Cicero- mezcló con éxito dos poderes: el económico y el religioso, y se hizo la luz.

A los 46 años Pablo VI lo colocó de secretario en el IOR; tres años más tarde ascendió a la presidencia, y ahí desplegó todo su talento para amasar dinero, y lograr que este trabajara solo, y produjera beneficios incalculables.

Por aquellos años, los banqueros eran una especie de druidas financieros; magos del billete que causaban admiración entre los profanos, aunque forjaban fortunas fantásticas, sobre la miseria de miles de perjudicados por su codicia.

Antes de llegar al vértice del IOR, fue nombrado obispo. Dicen -sin que haya pruebas al respecto- que cuando asumió las finanzas clericales afirmó: “No se puede llevar adelante una Iglesia con avemarías”.

Sus detractores siempre le endosaron unas maneras poco piadosas, para manejar los fondos eclesiásticos; pues estaba más preocupado por las cifras monetarias,  que por las almas.

“Era honesto y un buen cura, pero también un poco superficial, mal aconsejado. Creía conocer todo el mundo de los negocios, pero en realidad fue víctima de los gnomos de las finanzas, comprometiendo y endeudando al IOR.”

Tal apreciación -sin una palabra de desperdicio- la emitió su sucesor al frente del Banco del Vaticano, Angelo Caloia, quien presidió la institución por 20 años.

Vale aclarar, por la paz eterna de Marcinkus, que Caloia fue sentenciado -en 2021- a ocho años de prisión por malversación de dinero, apropiación indebida y blanqueo de capitales. No hay cara en que persignarse.


El dinero no tiene alma

Convencido de que Dios le había encargado custodiar los óbolos de Pedro, emprendió su misión con la pasión de un converso; se dedicó en cuerpo y alma a sanear las cuentas bancarias de la Iglesia.

Igual que un lobo de Wall Street aplicó medidas draconianas; diversificó las inversiones internacionales, colocó el dinero en Estados Unidos, Canadá, Suiza y la vieja República Federal Alemana.

Todo iba de maravilla, hasta que se le atravesaron en el camino a la gloria Michele Sindonia y Roberto Calvi, dos pájaros de cuenta que lo envolvieron con sus cantos de querubines, y lo metieron en graves problemas con el Banco Ambrosiano.

El hombre de Dios fue involucrado en la quiebra de ese banco, que perdió $1,300 millones; todo en medio de una trama de operaciones fraudulentas, lavado de dinero de la mafia, y una serie de extraños crímenes de la Logia Masónica P2.

Un juzgado de Milán acusó a Marcinkus de participar en la ruina bancaria, junto con otros mafiosos; en 1987 emitieron una orden de captura contra él, por desviar grandes sumas de dinero del Ambrosiano, a sociedades extranjeras.

Como una oveja entre lobos, Paul se escondió en la Santa Sede, al amparo de su inmunidad diplomática; en 1990 lo sacaron hacia Estados Unidos, ahí fracasó en su intento por colocarse en la Arquidiócesis de Chicago.

Incluso le negaron el puesto de sacerdote, y lo ubicaron al frente de una pequeña parroquia en Detroit; después se retiró como párroco asistente en la Iglesia de San Clemente, en Sun City, un pequeño pueblo de Phoenix, Arizona.

Afectado del corazón; el 20 de febrero del 2006 murió en su cama, en olor de santidad; a pesar de que sus enemigos lo acusaron de conspirar en la muerte de Juan Pablo I, y en otros enredos económicos.

Tanto desvelo y tejemanejes, según Paul Marcinkus: “quizá sea la forma que Dios tiene de asegurarse de que yo ponga mi pie en la puerta del Paraíso. Si pongo mi pie, no puede cerrarme la puerta”.



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