Imágenes tomadas de internet
Sentados, y esperando ver a Dios. Así murieron 19 hombres, 34 mujeres y 23 niños, en el asalto a Waco, la comunidad de fanáticos religiosos liderada por David Koresh, autoproclamado el nuevo Jesucristo.
Entre los miles de curiosos que fueron al sitio para ver -en vivo- el ataque final a la fortaleza -ubicada en Texas- por las fuerzas especiales del FBI, estaba el joven Timothy McVeigh, quien tomaría nota mental del suicidio colectivo.
La masacre de Waco fue el resultado final de un cóctel explosivo; cada lado aportó los ingredientes necesarios. Koresh añadió una alta dosis de enajenación bíblica, el resto fue una cadena de errores políticos y arrogancia de los federales.
Durante 51 días una fuerza combinada de oficiales del FBI y de la Oficina de Tabaco, Alcohol y Armas de Fuego (ATF) sitió el rancho, donde se atrincheró el “hijo de Dios”, dispuesto a morir junto con 76 de sus acólitos.
Hubo un periodo de negociaciones, para tratar de lograr la rendición de Koresh, pero las disputas internas entre el FBI y el ATF, así como la incorrecta evaluación del poderoso arsenal de los davidianos, desató la tragedia.
Al mejor estilo americano, las todopoderosas cadenas mediáticas instalaron sus unidades móviles, enviaron reporteros y se apostaron para llevar al mundo -en vivo y en directo- una batalla en tiempo real, con muertos de verdad.
Cortaron la electricidad, el agua, la provisión de alimentos, los atormentaron con estruendosos cantos tibetanos, ráfagas de luz para evitar que durmieran y nada resultó, por eso mil agentes rodearon el sitio y lanzaron el ataque.
Al amanecer del 19 de abril de 1993 avanzaron las tanquetas, decenas de carros blindados, helicópteros; durante cinco horas llovieron sobre Waco los gases lacrimógenos y las balas incendiarias.
Casi al mediodía -en el fragor de la batalla- se desató un incendio en la granja donde estaba atrincherado Koresh, y las llamas devoraron el sitio. Todos sus ocupantes quedaron calcinados.
El nuevo mesías
La vida de David fue un viacrucis. Hijo de una quinceañera, Bonnie Sue Clark, y de un adolescente, Bobby Howell, quien abandonó a la madre a los dos meses de nacer el bebé, el 17 de agosto de 1959, en Houston, Texas.
Para criar al niño -Vernon Wayne Howell- la pobre Bonnie se enyuntó con un borracho impenitente; por cuatro años soportó las agresiones del alcohólico, y un día huyó, pero dejó a su hijo en manos de la abuela, Earline Clark.
Regresó tres años después, del brazo del carpintero Roy Halderman; con el nuevo marido parió a Roger.
A los ocho años una pandilla de rapaces violó a Vernon; para apaciguar la desgracia comenzó a leer La Biblia y a los 12 años, recitaba de memoria el Nuevo Testamento.
En la escuela era el hazmerreír de sus compañeros, porque padecía de dislexia, y pasaba todo el día con la cabeza llena de versículos bíblicos.
Convencido de que en las Escrituras, estaba la salida al laberinto de su trágica vida, encontró refugio en un templo de los Adventistas del Séptimo Día; de ahí lo expulsaron por acosar sexualmente a la hija del pastor.
Recaló en otra secta, la de los davidianos, fundada por Lois Roden. Ella era una supuesta profetisa, quien recibió una revelación divina para salir de los adventistas y establecer su propio redil, para atraer a las ovejas perdidas.
Cegado por la lectura del Libro de Isaías, donde creyó entender que necesitaba una compañera, decidió seducir a Lois, pero el hijo de la visionaria no estaba dispuesto a perder el control del grupo en manos de un advenedizo.
La disputa se zanjó a tiros, como dictaban las leyes del salvaje oeste. El marinovio y el hijo de la profetisa terminaron en el calabozo, pero de ahí salió Vernon convertido en David -por el Rey Bíblico- y al mando de los davidianos.
Todas las mujeres del profeta
Persuadido de la cercanía del Apocalipsis, pronto pasó de cien adoradores, a varios miles; montó -como es usual- un vasto sistema de recolección de fondos, y amasó un capital respetable, para financiar sus locuras.
Afinó más la interpretación de Isaías, y dedujo que una esposa era insuficiente, sobre todo para engendrar los 24 hijos -concebidos con igual cantidad de vírgenes- para la raza pura que entraría al reino de los cielos.
Tan fácil como quitarse las medias, convenció a sus seguidores de proveerlo de mujeres, e instauró la poligamia -en su beneficio-; prefería a las niñas de 12 a 14 años, aunque no arrugaba la cara ante las veinteañeras.
Los apetitos sexuales de Koresh excedieron la tolerancia de sus fieles, y algunos se atrevieron a denunciarlo ante las autoridades; pese a ello, nadie intervino, porque cada loco en su casa, y Dios en la de todos.
Además de las mujeres, a David le fascinaban las armas. Gastó cerca de $250 mil en un arsenal y armó a sus fanáticos, convencido de que las oraciones serían insuficientes para enfrentar a las autoridades.
Entre enero y febrero de 1993 la situación en el Rancho Carmelo era tensa e insostenible. Prohibió usar la radio y la televisión; restringió al mínimo la entrada y salida del lugar y radicalizó aún más sus creencias.
Hasta el Presidente Bill Clinton ofreció mediar en la disputa, pero el dios texano reunió a 76 de sus más fervorosos creyentes, para esperar el asalto final y acceder, por la vía del martirio, a la vida eterna.
Con la autorización de Clinton el infierno abrió sus puertas. Al final de la batalla, la policía encontró en un bunker el cadáver de David Koresh, tenía un balazo en la frente, nunca se supo si fue suicidio, o alguien lo envió directo al Paraíso.
Dos años después, justo el 19 de abril, un veterano militar -Timothy McVeigh- quien presenció el fin de los davidianos, detonó un camión bomba en Oklahoma y mató a 168 personas, en venganza por la masacre de Waco.
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