
Laura Sauma
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Intentar rescatar el liberalismo hoy es como sembrar en tierra endurecida: hay que romper el suelo, pelear contra el clima y, aun así, nada garantiza la cosecha. No porque el liberalismo haya fracasado -todo lo contrario-, sino porque cuando funcionó, lo reemplazaron; y cuando regresa, lo sabotean desde adentro.
En teoría, todos están a favor de la libertad, la propiedad privada y la responsabilidad individual. Pero al traducir esos principios en políticas públicas, el resultado suele ser decepcionante: más burocracia, más gasto, más controles y más excusas. ¿Cómo se revierte esta deriva estatista, disfrazada de solidaridad y justicia social?
Cuando el liberalismo sí funcionó
No hablamos de una utopía. El liberalismo ha demostrado ser exitoso cuando se le permite operar. El siglo XIX fue testigo de reformas profundas en países como el Reino Unido, donde se desmontaron privilegios, impulsaron el libre comercio, redujeron impuestos y fortalecieron instituciones basadas en la igualdad ante la ley.
Estados Unidos, en sus primeras décadas, también mostró cómo un Estado limitado y una ciudadanía responsable pueden generar prosperidad. Lo mismo ocurrió en América Latina: Chile, entre fines del siglo XIX y principios del XX, tuvo una economía abierta y un Estado eficaz. En Costa Rica, entre 1870 y 1940, se impulsaron la educación, la infraestructura y las exportaciones con una estructura estatal austera.
Fueron momentos en los que el liberalismo no era un eslogan, sino una forma de construir país. Pero estos experimentos fueron desmantelados por el estatismo, que ofrece algo difícil de competir: recompensas inmediatas.
¿Por qué se impone el estatismo?
El liberalismo es exigente. Requiere esfuerzo, mérito, responsabilidad y visión de largo plazo. En cambio, el estatismo promete favores: subsidios, bonos, puestos, exoneraciones. Y en sociedades poco educadas en valores cívicos, esa oferta es difícil de rechazar.
Además, vende todo como “gratis”, aunque en realidad lo financia quitándole a otros. Su estructura se protege desde dentro, con sindicatos, entes públicos, leyes excesivas y aliados ideológicos. Por eso, cualquier intento de reforma se percibe como una amenaza. Con el tiempo, el aparato estatal se vuelve resistente al cambio, con poder y recursos para frenar cualquier transformación.
“Liberales” que terminan siendo estatistas
En Costa Rica, varios partidos que se autodenominan liberales terminan actuando como estatistas al entrar al sistema y adaptarse a sus reglas: reparto de puestos, acomodos y renuncia a principios por alianzas o poder.
El sistema de financiamiento político también contribuye, empujando a muchos a ceder sus principios para llegar y luego quedar atados a compromisos.
Más grave aún: los partidos se enfocan más en repartir cargos que en formar líderes. No hay filtros doctrinales ni exigencias mínimas de coherencia. Basta con decir que “cree en la libertad” o simplemente estar en contra de pagar impuestos para ser candidato a cualquier puesto. Muchos exponentes ni siquiera entienden los principios que dicen representar, y nadie les exige una exposición clara de sus propuestas ni de los mecanismos para implementarlas.
Así, su supuesto liberalismo se convierte entonces en una fachada vacía. Basta con pedirle a alguien que resuelva un problema sin pedir más recursos ni inventar instituciones para notar que el chip estatista ya está instalado. El Estado ha sido vendido como la solución, no como el problema.
La tentación autoritaria
Ante este panorama, la tentación de caer en el autoritarismo se vuelve fuerte. Cuando la estructura bloquea cualquier reforma, algunos creen que la única salida es imponer los cambios “a la fuerza”. Pero esa vía es ajena al liberalismo.
El liberalismo es, por definición, antiautoritario. No busca concentrar poder, sino limitarlo. No se construye con decretos ni caudillos, sino con instituciones firmes y ciudadanos libres y exigentes. Quien defiende la libertad solo cuando le conviene, no es liberal: solo busca otra forma de controlar.
¿Cómo se rescata el liberalismo?
La tarea es compleja, pero alcanzable. Requiere asumir que esto no se resuelve solo con ganar elecciones. Se necesita una estrategia más amplia, más profunda y más coherente. Aquí algunos pilares:
1. Ciudadanos formados, no adoctrinados
Para defender la libertar hay que entenderla. Se necesita educación cívica, historia del pensamiento liberal, medios alternativos, debates abiertos, foros ciudadanos. Y mostrar ejemplos exitosos como la reforma agraria en Nueva Zelanda o la tributaria en Irlanda.
2. Partidos con principios firmes
No todo vale por llegar al poder. Un verdadero partido liberal prefiere perder antes que traicionar sus valores. Debe tener reglas internas claras, procesos abiertos, y sobre todo, vocación de servicio. La coherencia, aunque cueste, es la única forma de tener credibilidad..
3. Estructuras fuera del Estado
El liberalismo necesita apoyo fuera del aparato estatal. Think tanks, observatorios, medios independientes, organizaciones ciudadanas. Espacios que generen contenido, presión, propuestas y formación.
4. Liderazgos creíbles
No se necesitan mesías, se requieren referentes. Personas que vivan lo que predican. Que trabajen, que construyan, que se mantengan firmes aunque la corriente empuje. Sin líderes que encarnen los valores liberales, el discurso se vuelve abstracto.
Una lucha contra corriente
Rescatar el liberalismo hoy es nadar contra corriente. Requiere paciencia, coraje, visión y actuar sin garantías de resultados inmediatos.
Pero la alternativa -seguir fortaleciendo un Estado ineficiente y costoso- solo agrava la pobreza, la desigualdad real y la frustración social. El estatismo promete mucho, pero termina quitando más. El liberalismo no ha muerto, está asediado y debe defenderse, practicarse y construirse desde abajo, sin esperar recompensas inmediatas. Esa es la verdadera diferencia entre un liberal, un estatista y un autoritario.
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