Puerto España, Trinidad y Tobago | AFP Apoyadas contra la pared del ruinoso burdel, prostitutas esperan por clientes: la mayoría son migrantes venezolanas, que terminaron en Trinidad y Tobago presas en redes de trabajo sexual.
La luz es lúgubre y la música está muy alta en este bar de Puerto España, donde los proxenetas no le quitan el ojo a las muchachas en ningún momento.
Viven encerradas, sin derecho a salir hasta no canelar con trabajo la deuda contraída para poder salir de su país, sumergido en una profunda crisis.
En este burdel no hay sillas, un trago se toma de pie. El objetivo es que el cliente elija rápido y termine en una de las habitaciones del establecimiento.
Media hora cuesta entre 30 a 60 dólares estadounidenses, explica una de las chicas. Una hora, el doble.
En otro establecimiento, las jóvenes, entre 20 y 30 años, se pasean por una pasarela con sugerentes escotes, aunque llevan ropa corriente, nada extravagante.
¿Cuánto reciben por cada cliente? “No sé exactamente”, dice una de ellas. “Depende de la chica” y el tiempo que lleva trabajando, pero entre 12 y 25 dólares.
Si un cliente quiere llevarse a una prostituta a casa o a un hotel, un proxeneta debe acompañarla. El servicio cuesta entre 150 y 300 dólares.
Al terminar la jornada, duermen en dormitorios dentro de los mismos burdeles o en otras casas adonde las llevan proxenetas. No tienen permiso de circular libremente.
– “Volver a Venezuela” –
Algunas son atraídas con ofertas de trabajo “normal” por redes sociales, que luego terminan en prostitución. Otras son conscientes de lo que les espera, como María, de 25 años y oriunda de un pueblo en el este de Venezuela.
Madre de un niño pequeño, incapaz de mantenerse en un país en profunda crisis, hizo la diligencia para viajar a Puerto España, una amiga hizo el contacto.
Los proxenetas pagan la travesía clandestina a la isla, unos 200 dólares, un monto que elevan a entre 500 y 1.000 y que cobran con trabajo.
“Tengo que devolver 500 dólares. Espero hacerlo en uno o dos meses. Luego trabajar uno o dos meses más y volver a Venezuela con el dinero para abrir un negocio”, cuenta a la AFP esta mujer, cuya identidad fue cambiada por seguridad.
Además de esa deuda, tiene que cancelar 50 semanales “por alquiler”.
“Todo está bien”, dice con voz serena, aceptando su situación.
De repente saca su teléfono y el proxeneta salta y la reprende con firmeza. “Nada de teléfonos”, zanja en inglés –las jóvenes no tienen permitido guardar ningún contacto de sus clientes.
– “Clima de impunidad” –
“La trata de seres humanos es muy preocupante, las cifras son muy elevadas, y en su mayoría se trata de explotación sexual”, alerta por su parte Denise Pitcher, directora del Caribbean Center for Human Rights.
Un proxeneta lo niega. “Las oenegés tienen una sola palabra en la boca: trata de seres humanos, pero no es así. Las chicas saben lo que vienen a hacer, vienen voluntariamente”.
“Vienen, pagan su deuda, ya sea prostituyéndose o trabajando de camareras o lo que sea, y después hacen lo que quieren”, añade.
Son al menos 21.000 víctimas entre 2015 y 2020, según el informe “Esclavas sexuales venezolanas: una industria en auge en Trinidad” de la ONG Connectas, que se basa en datos de inteligencia trinitense.
El informe además destaca que esta actividad movió unos 2,2 millones de dólares los últimos cuatro años.
Todo esto, según Pitcher, en un “clima de impunidad” generado por la corrupción y la pasividad de la justicia y la policía.
“Se aprovechan de la población inmigrante”, destaca el diputado opositor David Lee. “Están realmente a merced de la población de Trinidad y Tobago”.
Es medianoche, un posible cliente llega y María le pide que le compre una cerveza para conversar.
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