No es casualidad que la mayoría de las democracias estén en crisis: el pésimo o ausente diseño de las políticas públicas ha hecho que la insatisfacción reine entre la mayoría de los ciudadanos, puesto que pasan los decenios y, en realidad, muchas de sus necesidades -algunas de ellas básicas- no se ven satisfechas.
Eso es el resultado de la sectorización de lo público, del individualismo y de la defensa a ultranza del espacio personal, que ha provocado una desconexión total entre los ciudadanos particulares que aspiran a, u ocupan posiciones de poder político, y la ciudadanía en general.
Así, las mismas ciudadanías hemos permitido que esos ciudadanos particulares y sus allegados se hayan protegido mucho, con lo que se han vuelto inmunes a la realidad, y de ahí su indiferencia ante los problemas de los demás.
En algunos casos, incluso, dicha indiferencia se vuelve ceguera o franca ignorancia, lo que lleva a que algunos de ellos, encerrados en sus burbujas políticas, piensen que condenar a la desesperanza a una gran parte de la ciudadanía no los va a afectar, cubiertos como están por algún tipo de halo protector.
Esa sobreprotección es terriblemente nociva para casi todo en la vida, y la democracia no escapa de sus nefastos efectos.
Haber inventado tantas islas y feudos en el sector público, y sectores beneficiados en el sector privado, ocasiona en los interesados en ellas, la descalificación casi automática de las ideas y opiniones contrarias a las suyas –de por sí interesadas en mantener el status quo–, lo cual vuelve prácticamente imposible cualquier discusión pública al respecto, para no hablar de cualquier negociación política, con miras a cambiar la situación de que se trate.
Entonces ¿Cómo podríamos cambiar esto? Pues, si la política es la forma de crear soluciones para los problemas, entonces todo indica que tenemos que empezar por cambiar la politiquería, que es lo que tenemos, por lo que me gustaría llamar la nueva política.
En ese sentido, me gusta mucho la definición que de ese término da Cayetana Álvarez de Toledo: “una apuesta por la razón, la responsabilidad y la libertad intelectual. Una ciencia humanista ejercida por adultos para adultos”. Yo solo le agregaría, responsables y con pleno control de sus vidas… porque, claro, tenemos adultos de adultos.
En ese sentido, necesitamos que el sistema democrático vuelva a exaltar la responsabilidad personal como el eje desde el cual gira nuestra vida, pues solo así dejaremos de exigir responsabilidad política únicamente a los que nos gobiernan y empezaremos a ser protagonistas de nuestra propia historia.
Para ello, esa nueva política debe tener entre sus objetivos esenciales, la promoción de tres elementos que deberán caracterizarla, a saber, la excelencia académica en todos sus niveles, el periodismo de calidad y la transparencia democrática.
A partir de esos tres elementos, indispensables para la creación de una ciudadanía crítica y responsable, imagino la nueva política como la creación de un universo paralelo al actual, donde se le devuelva al ciudadano particular su conexión con la realidad, con su sentido y su dignidad; una sociedad donde las soluciones se propongan con base en la evidencia, y las mejores prácticas de los países exitosos, en lugar de permitir a los políticos refugiarse en la famosa dificultad para cambiar las cosas.
Para ello, claro está, puesto que se trataría de una sociedad democrática, necesitaremos partidos políticos cuyos líderes tengan los pies en la tierra, y que, por eso mismo, no tengan miedo de ser políticamente beligerantes desde un optimismo realista y razonado.
Líderes que con su visión clara y auténtico compromiso, logren activar la conexión social y el involucramiento político de las mayorías ciudadanas.
Estudiando a los grandes líderes democráticos del pasado, parece que todos compartían características similares: compromiso, autenticidad, espíritu de servicio, valentía, sensibilidad y un objetivo político claro e inamovible.
También tenían una capacidad natural, y una seguridad suficiente para rodearse de los mejores, porque para afrontar retos hay que agrupar fuerzas sin importar de dónde vienen, siempre y cuando estén dispuestas a promover el progreso ciudadano.
Entonces, nuestra tarea en la creación de esa nueva política empieza por involucrarnos en partidos políticos, que incorporen a esos exponentes de lo mejor –que los hay, porque en este país sobra talento– y les encarguen la renovación de sus estructuras.
Es cierto que, en la actual decadencia general de los partidos políticos, difícilmente los mejores ciudadanos quieren participar en ellos por ser estructuras sin visión, planes de desarrollo o formación; pero cabe recordar que en el sistema democrático de gobierno, los partidos son el instrumento esencial de participación y acción ciudadana, por lo que es allí donde debemos tratar de incidir individualmente para actuar colectivamente.
Así, a pesar del oscuro panorama internacional de las democracias, una vez identificadas las alternativas y las reglas de esa nueva forma de hacer política, cada uno, dentro de sus posibilidades, debe ofrecer sus fortalezas para apoyar e ir renovando las estructuras partidarias a que seamos afines desde dentro.
La buena noticia es que el cambio, que bien lo vale, depende exclusivamente de nosotros.
—