Además de hacer el bien, hay que saber hacerlo. Ya sea por amor al prójimo o porque es un deber. Hay infinidad de explicaciones sobre las razones o simples impulsos que nos motivan a dar.
Desde buscar a regañadientes una moneda en el bolsillo, para quitarse de encima al pedigüeño, hasta “ enseñar a pescar, para que pueda comer toda la vida.”
El filósofo, Immanuel Kant (1724-1804), propuso hacer el bien como un acto racional, despojado de todo barniz religioso y sentimental; es decir, sin compasión.
Hacer el bien solo para evitar los remordimientos, o el sentido de culpa, no es una buena acción; hacemos el bien porque es nuestro deber.
Por supuesto que es posible realizar el bien solo porque “me da la gana”, o por “amor al prójimo”, o por ganar indulgencias para ir al cielo, o porque la mano izquierda no sepa lo que hace la derecha.
Maimónides (1138-1204) fue un médico, filósofo, astrónomo y rabino judío, considerado una autoridad en el estudio de La Torá, él compiló una serie de normas de conductas -el Mishné Torá- para guiar la vida del creyente.
Él nos propone ocho niveles de caridad, desde el más bajo hasta el más elevado, cada uno es superior al anterior.
Cuando tocan a la puerta y el zarrapastroso de turno ruega y adopta cara de víctima, le damos por deshacernos del necio. Eso sería el nivel inferior de la escala: dar de mala gana.
También podemos entregar menos de lo que podríamos – una moneda, en lugar de comida o ropa- pero lo hacemos con gusto, y expresamos nuestra mejor sonrisa.
El tercero sería ayudar al menesteroso, pero cuando este lo pide; es el caso del pedigüeño de pie bajo el semáforo.
Aún podemos avanzar, como en un videojuego, y darle la moneda -o el donativo- en la mano, pero antes de que este lo solicite.
Otro nivel menor de caridad es cuando quien da ignora quién es el beneficiado, pero este si conoce al benefactor.
Hubo un tiempo en que los sabios lanzaban monedas hacia atrás, y los pobres las recogían. Aquí funciona la frase: haz el bien, sin mirar a quien. Una variante de la anterior es cuando uno sabe a quien le da, pero este lo ignora.
Todavía podemos subir más en la escala, y dar sin conocer a la otra persona, y sin que ella lo conozca a uno. Es el anonimato en estado puro y doble, como otorgar dinero a un tercero, para que este lo use en obras caritativas.
Llegamos así al nivel más elevado, al de la caridad verdadera, no hay nada más grande que este.
Consiste en ayudar al otro con nuestro tiempo, escuchar sus penas, darle educación, conseguirle un empleo o que tenga un negocio propio, para que sea autosuficiente.
La generosidad no es un asunto de sabios o de códigos, se trata de hacer, lo que debemos hacer, por que todos nos necesitamos, en lo mucho y en lo poco.
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