Entre varios soldados lo condujeron a la boca de una caverna. Lo metieron a empujones, colocaron a la entrada una piedra, y le impusieron los sellos reales, para que nadie pudiera abrirla. Adentro, rugían varios leones hambrientos.
La fe mueve montañas. En este caso, cerró las fauces de los felinos. Al otro día, Darío -rey de Persia- acudió a la cueva y rompió sus propios sellos, apartaron la piedra de la entrada, para rescatar a su vidente y amigo, el profeta Daniel.
“Siervo del Dios Viviente” -clamó Darío- “¿Ha podido tu Dios mantenerte a salvo de los leones?”.
Desde las profundidades del foso el monarca escuchó: “Oh rey, que vivas para siempre. Mi Dios ha enviado un ángel para cerrar la boca de los leones. No me han lastimado, porque mi Dios vio que yo no había actuado mal”.
El profeta fue víctima de las intrigas palaciegas; los cortesanos persuadieron al monarca para promulgar un decreto, según el cual durante 30 días nadie le rezaría a ningún dios, ni pediría favores a ningún hombre, salvo a Darío.
“Ahora, Oh Rey, firma el edicto y la escritura, para que no pueda revocarse, según es costumbre entre medos y persas”, dijeron los aduladores.
Los judíos -por aquel entonces- estaban desterrados en Babilonia, y Daniel oraba tres veces al día, en la dirección donde estaba ubicada Jerusalén, aunque el templo yaciera en ruinas.
Daniel era un anciano de 90 años, había servido con lealtad y sabiduría a Nabucodonosor, Baltasar y Darío -también lo haría con Ciro II-. Su vida transcurrió con mucho dolor, fue llevado como esclavo a Babilonia.
En esa tierra extraña mantuvo su fe en Dios, en medio de una cultura pagana. Destacó por su perseverancia y fidelidad, aconsejó -según sus creencias- a los diferentes reyes que solicitaron su opinión.
La habilidad de Daniel consistía en interpretar los sueños. A Nabucodonosor le explicó uno relacionado con una estatua, formada por varios metales, que era derribada por una roca caída del cielo.
A Baltasar le descifró unos símbolos –“Mene, mene, tekel, uparsin”- que este había visto grabados en una pared -durante un banquete-, que presagiaban el fin del imperio babilonio en manos de los persas.
Este y otros prodigios le dieron fama a Daniel, pero le acarrearon multitud de enemigos y envidiosos, que tramaron -con poca fortuna- su desgracia. Superó los obstáculos basado en su fe.
Todas las grandes religiones se caracterizan por ofrecer a sus seguidores esa especie de ancla, para evitar que caminen desamparados; pues un hombre sin fe, sin reverencia por nada, vaga moralmente sin rumbo.
La fe da forma y contenido a los ideales, que guían las aspiraciones y el modo de conducta de las personas; permite la estabilidad social y el desarrollo moral, tanto individual como grupal.
Paz, paciencia, amabilidad, generosidad, afabilidad, disciplina y alegría, son los frutos de la fe, y dan al mundo real un sentido de trascendencia, sin el cual la vida solo sería un barco a la deriva.
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