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jueves, noviembre 21, 2024
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Abuatiu o Con Orejas Puntiagudas

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Argos, de la Casa de Ulises

Mi nombre es Argos. Pero ¿Cómo se llamaba el perro más antiguo, del que tenemos memoria? Así le aullé a la oreja de Mi Amigo, mientras caminábamos rumbo a la Feria, para comprar las frutas, verduras y legumbres de la semana.

Sugerí la respuesta corta, no la larga; si no, íbamos a pasar ladrando mucho rato, porque un tema lleva a otro y cuando nos diéramos cuenta, estaríamos gruñendo de lo humano y lo divino.

Pelé los colmillos cuando recordamos a Peritas, el can de Alejandro Magno; a Nevado, el de Simón Bolívar; Hombrito, el del “Che” Guevara; incluso a Blondi, la perrita pastor alemán de Hitler.

Escarbamos en el tema y resultó que, en el Antiguo Egipto, quedó registrado- en una tumba de piedra caliza- el más antiguo nombre de un ancestro: Abuwtiyuw, o Abuatiu, el fiel guardián de un faraón.

Los que saben dicen que Abuatiu era como nuestro “guau guau” moderno; con esa palabra, los egipcios imitaban nuestro ladrido.

Saltemos los detalles. Los arqueólogos recuperaron collares de cuero o murales con nombres como: Valiente; Confiable; Buen Pastor; Viento Nórdico; Antílope o Negrito, Quinto.

Torcí la orejas cuando escuché que los collares, servían para el entrenamiento y domesticación de nuestros antepasados; hay pinturas donde se puede ver a un hombre paseando a su perro con una correa.

Se me cayeron las barbas, cuando supe que Abuatiu vivió hace más de cuatro mil años, en la corte real; era un lebrel, algo parecido a un galgo, tenía las orejas paradas y la cola rizada.

Parece que estaba bien colocado, y como a todos los perros egipcios, su familia lo quería mucho, lo cuidaba y cuando murió le encargaron una tumba particular, incluso lo momificaron y grabaron en una piedra todos sus datos caninos.

El texto original -escrito en jeroglíficos- dice: “Su Majestad ordenó que fuera enterrado ceremoniosamente; que se le diera un féretro del tesoro real, finas telas en gran cantidad e incienso.”

Cuando uno de nosotros moría, la familia humana quedaba desconsolada; en señal de luto se rasuraban las cejas y, si era el dueño quien fallecía, pedía que lo sepultaran con su perro, para que lo acompañara en el más allá.

Poseíamos nuestro propio dios, llamado Anubis. Era un perro-chacal, con una llave en la pata, que conducía de la mano las almas de los muertos hacia del Salón de La Verdad, ahí eran juzgados por el gran dios Osiris.

Sin duda, teníamos una conexión muy estrecha con las personas; nos consideraban seres espirituales -con alma, como los humanos- y para ellos éramos deidades particulares, con poderes especiales, para guiarlos en esta y la otra vida.

Había un templo enorme dedicado a nuestra devoción; los egipcios estaban convencidos de que -cuando nos llamara el Gran Perro- iríamos a un lugar conocido como El campo de los juncos.

Ahí, el zacate era verde y bien recortado; con agua fresca, muchos premios para golosear, ladraríamos sin que nos callaran y seríamos eternamente felices.

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